Esa
“filosofía identitaria que marca sus valores, creencias y modo de acción” es, en el caso de algunas de estas organizaciones, una agenda moral, religiosa o ideológica que supone la
condena de la prostitución como un mal en sí misma y la
estigmatización de las mujeres que la ejercen como mujeres afectas de algún tipo de disminución mental que hace que sean incapaces de tomar decisiones libremente y deban, por tanto, ser tuteladas como lo son los menores de edad o los incapacitados por decisión judicial.
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Lo que “
tienen clarísimo y es una norma del centro” esas organizaciones es que su objetivo fundamental es erradicar la prostitución y no proteger a las víctimas de trata, y por tanto no dudan en usar los medios que el Estado ha puesto a su disposición con este último fin para
extorsionar a las mujeres que quieren practicar libremente su trabajo –libres ya de explotadores– para subvenir a sus necesidades y a las de sus familias.
“O bajo nuestra protección y sin prostitución, o con prostitución y bajo la ‘protección’ de los tratantes”, parece ser su lema.
Mientras no quede claro que no es lo mismo vender servicios sexuales —desde el derecho a decidir que tenemos todas las mujeres— que ser víctimas de extorsión y explotación por un tercero, no se podrá combatir de forma eficaz la trata. Porque
solo defendiendo los derechos humanos y laborales de las trabajadoras sexuales, combatiendo con todos los medios el “estigma de puta”, se conseguirá que ellas mismas alcancen su emancipación.
Hay que desconfiar profundamente del enfoque paternalista que desposee a las víctimas de su característica humana más esencial, de su capacidad de decidir, para utilizarlas al servicio de agendas morales y religiosas que nada tienen que ver con la defensa de los derechos humanos y sí mucho con su conculcación.
El tiempo de los reformatorios de mujeres ha pasado.