Había hecho un acuerdo conmigo mismo para no fastidiar a la gente con más quejas. Han insistido, también, varias personas en que eso no es sano. Para este problema concreto, que por lo menos no reviste demasiada gravedad, ciertamente no creo que quejarse sea una solución, pero no hacerlo tampoco soluciona nada. ¡Je, je!
¿Recuerdan los lectores que, hará cosa de unos meses, afirmé que dadas las circunstancias económicas nacionales y personales, me era imposible temporalmente sostener una dieta vegana? Pues la cosa ha subido a peor.
No, no estoy comiendo carne. No van por ahí los tiros, si alguien lo sospecha. Mi problema es que, desde hace unas semanas para acá, mi rutina diaria consiste en ir a casa de mi madre a desayunalmorzar. Lo que suelo comer es un plato de arroz, frijoles y, si hay, que no ocurre siempre, tajadas de plátano o yuca. Y, cuando regreso a casa de mi padre, después de leer en la biblioteca, un plato pequeño que suele estar conformado por una patata de pequeña a mediana, un trozo de cebolla y otro de pimiento. No hay huevos: desaparecieron del mercado. Si vuelvo a comer, mi padre se enoja porque dice que estoy comiendo mucho. Si tomo un trozo de pan en casa de mi abuela, se queja porque dice que estoy vaciando la casa. No, no bromeo, de verdad lo dicen. De hecho, lo que dice mi padre, textualmente, es "si quieres comer diez veces al día tendrás que ir a trabajar". Cabe decir que, entre la primera comida y la segunda, median unas ocho horas.
Es un poco molesto. Si no salgo a la calle, puede que lo único que coma es uno o dos sándwiches y una o dos panquecas pequeñas. Si se me ocurre comer algo más, cosa que ocurre con frecuencia, mi padre me sorprende con un despectivo "déjale comida a los demás".
Hoy, en concreto, son las cinco. Todo lo que he comido es un plato de pasta sin nada más que pasta y restos de un sofrito de tomate y cebolla y un trozo de pan, con queso. En la nevera hay queso, del que no voy a prescindir, lo siento mucho, y mortadela, de esta sí. Hay pan, pero está escondido. Lo esconde el esposo de mi abuela. Empezó a hacerlo un día en que debía quedarme con mi madre. Eran las tres de la tarde y no había comido en todo el día. Del pan en cuestión tomé un trozo y dejé otra mitad no muy abundante. Y bebí una tacita y media de café. Llega él, ve que se ha acabado el café y que solo queda un mendrujo de pan y me grita, irritado: "¡piensa en mí, yo también existo!". Para que no se indigne, bajé a comprarle una barra de pan y, al volver, se encerró en el cuarto dando un portazo.
Me siento un poco tonto por quejarme por esto. En fin, que no sé hasta cuándo vaya a durar esto. Por lo que temo es por sufrir otra de esas hipoglucemias que me dan a mí, ¿les he dicho que tiendo a sufrir de eso? Y que me ha valido varias angustiosas y desagradabilísimas anécdotas.