ELEGÍA DEL TORO EN LIDIA
¡Oh toro, noble toro acorralado
en un valle de caras, para tu daño juntas,
con un viento de palmas y de gritos!
Un castigo a mansalva te persigue en redondo.
Tú no comprendes nada. Y yo siento vergüenza.
«¿Por qué, por qué estos hombres disfrazados de naipe
que me ciegan con sucias capas rosas,
por qué este muro en círculo y este pozo de cielo?
Yo tengo la fiereza
del viento, las montañas y las aguas,
pero no para esto, sino para el amor;
no quiero desatarla contra algo que no entiendo.»
Remueven tu ira oculta,
clavan en tu montaña sus banderas,
hurgan en el torrente de lava de tu sangre.
A sinrazón te obligan,
a combatir por algo que no entiendes.
Mas ¿qué te pesa, toro, entre las astas
que frena tristemente tus empujes?
La muerte; la barruntas.
Tras de la sinrazón sólo queda la muerte.
Ya estás fuera de ti, loco y extraño,
en un mundo que ignora las leyes de la tierra,
del árbol y la nube.
La muerte acaso es esto.
Ya te has perdido a ti. Y algo se anuncia.
Algo negro y caliente
palpita tras los ojos que te miran.
¿Para qué combatir, si no hay remedio,
si te han cambiado todo, hasta la tierra,
hasta el cielo, la luz y el horizonte?
Por conservar tu nombre solamente
alzas aún tus cuernos...
Es inútil que el diestro finja buscar la muerte
para igualarse un poco a tu nobleza,
porque tú has de morir de todos modos.
Lo sabes; es inútil.
Y desprecias su pecho; yo lo he visto.
¡Si tú quisieras, toro...!
¡Si tuvieras la saña constante, como el hombre...!
Mas ¿para qué? Tú cumples la magnífica
ley de los vegetales y animales
de no hacer nada en vano, y así mueres.
A traición te han herido, noble toro.
Cuando tú le mirabas de frente, un rayo helado
se te alojó en el pecho de improviso,
lo mismo que un reptil súbito, o que una idea.
¡Que te dejen en paz
morirte de esta muerte que no entiendes!
Pero no; están mirándote...
Querrías esconderte, morir contigo a solas,
humilde ante esta muerte
en serie, prefijada, artificial, humana.
Yo he visto en tus pupilas, detenidas
en su último reflejo,
como un chorro clavada la pregunta: ¿Por qué?
Y te he visto sembrar tu sangre en vano
–como un póstumo esfuerzo, al llevarte al arrastre–
¬en el surco que arabas con el cuerno.
La moneda de nubes acuñada en tus ojos
se lo dirá a los campos y olivares,
y todos llorarán con la más honda
angustia de las cosas: la sinrazón del hombre.
¿Qué habrán sido los hombres en tus ojos?
¿Qué le irás a decir de nosotros a Dios?
José María Valverde