En nada se distinguían aquellas jaulas de los barracones de los campos de exterminio. Todos almacenados, hacinados sin comida ni bebida, en aquellos minúsculos espacios, donde no podían apenas moverse. Muchos enfermaron por la falta de higiene y malnutrición, otros perdieron la cordura y su propia alma. En los ojos de aquellos pequeños inocentes solo había dolor, pedían clemencia sin hablar.
Cada vez que las manos asesinas sacaban a uno de su jaula, enseguida volvía a llenarse con otra alma condenada.
Ninguno sabía que pasaba cuando te sacaban, hasta que lo veías por ti mismo.
Cogieron a un pequeño zorro, todo magullado, y entre risas lo sujetaban de mala manera. Le golpearon hasta que quedara baldado en el suelo, eso era exactamente lo que perseguían aquellos asesinos. Cuando tenía un hilo de vida, le arrancaron su piel y tiraron su cuerpo junto con los demás cadáveres.
Pero un día, un buen día, alguien se cansó, alguien que no miró para otro lado se armó de valor. Una tras otra fue abierta cada jaula, cada alma fue liberada y resguardada. El fuego se alimento de aquella cárcel de inocentes, ya no había mas dolor ni tortura. A la mañana siguiente todo eran cenizas, las jaulas eran amasijos de hierro, el fuego había hecho bien su trabajo. Pero, había algo al lado de la casa de los asesinos, unas bolsas enormes. Al abrirlas por quienes habían ido allí alertados por el fuego, vieron el horror, en aquellas bolsas estaban guardados los cuerpos de aquellos quienes gratuitamente arrancaban la vida de otros seres sin piedad y de forma impune. Sus cuerpos habían sufrido las mismas atrocidades que ellos mismos habían practicado tantas veces en vida.
Tania