La superioridad del metabolismo bacteriano
La vida bacteriana, obligada a ocupar multitud de hábitats diferentes, inventó todas las variantes del metabolismo celular, de las cuales plantas y animales utilizan sólo una pequeña proporción. Algunas bacterias, por ejemplo, son incluso capaces de extraer energía de metales como el hierro y el manganeso. Las bacterias desarrollaron estas facultades gracias, en parte, a la donación genética, la primera forma de sexo del mundo y, todavía hoy, la más importante para la ecología global.
Aunque plantas, animales y hongos acaparan nuestro interés, simplemente porque podemos verlos, esta vida de mayor tamaño es metabólicamente aburrida en comparación con la extraordinaria variedad de ardides metabólicos de las bacterias. Plantas, animales y hongos heredaron sus aptitudes metabólicas (fermentación, fotosíntesis productora de oxígeno y reparación basada en el oxígeno) de las bacterias. Pero las bacterias conservan un repertorio metabólico mucho mayor que las otras formas de vida. Su capacidad para crecer sobre el azufre elemental o limaduras de hierro pone de manifiesto la estrechez de nuestro metabolismo. Sólo cuando ampliamos la noción de metabolismo humano e incluimos en él la industria y la tecnología podemos siquiera comenzar a evaluar las dotes bacterianas para la transformación medioambiental. Aún así, nuestra tan cacareada biotecnología apenas pasa de ser un acto de ratería, una simple modificación para aplicaciones concretas de una sexualidad que hemos tomado prestada de las bacterias y que se ha dado de forma natural durante miles de millones de años.
En la transferencia de genes bacteriana, una bacteria donante traspasa uno, varios o todos sus genes a su par, sin que ello implique la producción de descendientes. En comparación con los animales y plantas que se reproducen sexualmente, los procariotas intercambian genes de manera fluida. Los animales y plantas, en cambio, reciben la mayoría de sus genes nuevos al comienzo de su ciclo vital, en el acto de fecundación mediante el cual los generan sus progenitores.
Los genes donados por una bacteria pueden ser recibidos por otra muy diferente (lo que quiere decir que los genes bacterianos cruzan las barreras entre "especies".) Los bacteriólogos Sorin Sonea y Maurice Panisset, de la universidad de Montreal, argumentan que las bacterias no deberían clasificarse como especies separadas. Si se define la especie en la forma tradicional, como una población de organismos que se entrecruzan para generar descendencia viable, entonces las bacterias no encajan. No necesitan aparearse para reproducirse, y cuando practican el sexo no se limitan a intercambiar genes con organismos de su propia especie. Todos los organismos y poblaciones se entrecruzan, pero sólo cuando dos tipos de bacilo comparten más del 85% de sus rasgos, los bacteriólogos los tratan como formas de la misma especie. Si la semejanza es del 84%, los bacteriólogos los consideran especies distintas.
Si tuviéramos la capacidad de intercambiar genes como las bacterias, un hombre pelirrojo y con pecas podría, después de nadar junto a una morena y su perro, despertarse con el pelo castaño y las orejas caídas. A menudo la verdad científica es, como mínimo, tan extraña como la ciencia-ficción.
Los ingenieros genéticos no han inventado la mezcla de genes, la han tomado prestada. La capacidad de una especie bacteriana de sintetizar las proteínas de otra especie nos permite usarla para producir insulina humana, hemoglobina de cerdo y otras sustancias que en la naturaleza sólo son producidas por mamíferos. Genes que codifican proteínas humanas específicas se combinan con genes extraídos de bacterias y se reintroducen en células bacterianas para su expresión. De esta forma se puede hacer que bacterias de crecimiento rápido produzcan insulina o hemoglobina humana junto con sus propias proteínas. Podemos asustarnos al mirarnos en el espejo de la biología, pero los organismos transgénicos son mucho más viejos y mucho más que un fenómeno meramente humano.
Ahora ya podemos comprender de qué manera podemos poner a trabajar a los microorganismos para nuestro provecho. Se trata de un salto más en el proceso de domesticación de los seres vivos, que comenzó con la agricultura y la ganadería, y prosigue ahora con el diseño de los propios seres vivos como máquinas aplicadas al trabajo humano. Cualquier proceso de cría, engorde y sacrificio de animales tiene algo de antinatural e inhumano. Cualquier proceso de siembra y recolección degrada en alguna medida el ecosistema. Pero la domesticación de los microorganismos para que produzcan los nutrientes que necesitamos es el proceso más natural que podamos imaginar: los microbios se encuentran en un entorno que resulta totalmente de su agrado, realizando una vida normal en un universo normal, autorrealizándose completamente como microbios, y elaborando al mismo tiempo unos productos que son, lisa y llanamente, tan naturales como los 50 o 60 nutrientes necesarios para nuestra completa alimentación en su estado más puro.
Con estos nutrientes (y aunque esto parezca un aspecto secundario, no es menos importante) podemos crear alimentos de sabor, textura y consistencia similar a los que estamos acostumbrados a tomar hoy en día, pero mucho más digeribles y asimilables. La alimentación no va a dejar de ser un placer, amén de que se facilitaría enormemente que fuera mucho más equilibrada, saludable y adaptada a nuestras necesidades individuales y circunstanciales.