No daba crédito a lo que acababa de hacer. Como si fuera una deidad, estaba intentando sobornar, a base de ruegos, a un organismo muerto. Él era un hombre cien por cien racional, ¿cómo había llegado a aquel extremo? Sin duda alguna la abstinencia forzosa le había nublado los sentidos por unos instantes, pero su disciplina había acabado por imponerse.
De madrugada le despertó un dolor punzante en el cuello. Se había quedado dormido sobre la mesa. Al ver la pantalla oscura del ordenador, recordó que había pasado toda la noche buscando en internet pero sin éxito. Miró el reloj. En unas horas, tendría que ir a recoger a Sarah. Jim no sabía que hacer: por un lado dudaba de que si se mostraba sincero con Sarah, ésta pudiera entender su decisión. Por otro, si se arriesgaba y fracasaba, tampoco podía culparla. El pensamiento le sacudió como un látigo.
Pasó a recogerla a las siete. Dejó el coche en doble fila, con el motor en marcha, mientras colocaba la bolsa de Sarah en el asiento de atrás.
A medio camino, les entró hambre, pero Jim no quería parar. Prefería seguir hasta el hotel y así no tener que dar ninguna explicación sobre su estricta dieta. Sarah, implorante, sugirió que pararan en cuanto viera algún restaurante en aquella carretera desértica.
─¿No te parecería mejor que continuáramos hasta el hotel? Allí la comida será más sustancial.
─Me muero de hambre, Jim.
Jim no pudo resistir su mirada implorante y sus ademanes provocadores. Tragó saliva. A 200 metros giró el volante a la izquierda y estacionó el coche en una solitaria pista de grava.
Como había pensado, el salón estaba medio vacío. Sarah se había dejado la parka en el coche y daba pequeños saltitos por el frío. Jim, caballeroso, comenzó a darle enérgicas friegas en los brazos. Como una caricia sintió la suavidad de su tacto afranelado y el olor puro de su champú al huevo.
Medio en broma, Sarah se puso de puntillas y le dio un pequeño bocado en la nariz. Jim emitió un rugido mientras esbozaba una ridícula sonrisa. “Lo siento, no pude resistirme. Tienes una muerte del loro tremendamente sugerente”. Turbado, la soltó de inmediato. “Contrólate Jim. Pero, ¿qué es lo que te pasa, hombre? Se te nota demasiado que te gusta. Trata de calmarte un poco”. Se atusó el pelo, se ajustó los pantalones y dio una sonora inspiración, anunciando con ello que se había sobrepuesto a aquel momento inoportuno. Miró a su alrededor. No vio a nadie a si que le propuso sentarse.
A los cinco minutos, un adolescente salió de lo que debía ser la cocina. Sorprendido de verles, retrocedió y se escabulló por el mismo orificio por el que había salido. Jim estiró los músculos de la cara en extrañeza. Aquello debió parecerle muy cómico a Sarah, porque comenzó a reírse como si una bandada de plumas se hubiera ido a posar sobre sus pies y cada vez que caminara notara un irreprimible cosquilleo. Jim le clavó los ojos gratificado. No estaba acostumbrado a estas demostraciones de espontaneidad, siempre pendiente de las situaciones forzadas del trabajo.
Contagiado, ahora se reían los dos.
En aquel instante Jim se convenció de que Sarah le escucharía. Murphy se iba a llevar un buen chasco.
El muchacho reapareció, esta vez, con una cafetera humeante en una mano y una libreta en la otra.
─¿Café?
─Sí, por favor.
─¿Leche?
─Para mí solo con azúcar─, dijo él.
─¿Algo de comer? Solo nos quedan huevos, patatas y pan─, dijo lacónicamente el muchacho.
─¿A ti qué te apetece, Sarah?
─Creo que voy a pedir un poco de todo.
─¿Para Ud.? Preguntó el joven con la cara llena de pequeños cráteres por los que, de vez en cuando, supuraba una sustancia líquida transparente.
─Unas patatas fritas y dos tostadas. Sin mantequilla y con mermelada.
Sarah le miró sorprendida.
─ Jim, ¿no hemos parado en más de cinco horas y sólo vas a pedir eso? Pensaba que a estas horas te comerías las piedras.
─Verás Sarah….El caso es que,…
Aún no había acabado la frase cuando Jim oyó una voz de hombre que, por desgracia, le resultó bastante familiar. Se resistió a levantar la vista, pero ante la mirada interrogante de Sarah, cedió. Por primera vez, Jim vio que sus planes peligraban. Conocía muy bien a este tipo de hombres. Jim siempre se había preguntado porqué las mujeres sentían una atracción especial por los débiles y los golfos. Tal vez porque los dos eran causas perdidas y aquí podían ejercer mejor que en ningún otro campo una labor desinteresada, estrictamente maternal. Por desgracia, Mike pertenecía al segundo grupo.
─¡Pero mira quién anda aquí! ¡Si es el bueno de Jim! ¡Eh Jim! ¿Qué haces aquí? Vaya. ¿No vas a presentarnos?─dijo al tiempo que extendía una mano robusta y exhibía una sonrisa de adolescente que le erizaba el suave vello de la mejilla derecha.
─Sarah. Este es Mike. Trabajamos juntos en la consultora─dijo Jim con cierto fastidio en la voz.
─Encantada. ¿Sois amigos desde hace mucho? Preguntó ella con candidez.
─Síííí, dijo Mike riéndose y dando una palmadita en la espalda de Jim, mientras éste, casi al mismo tiempo, anunciaba con gravedad que no eran amigos, sino solo colegas.
─Sarah, ¿pero tú te das cuenta de cómo trata a los amigos? A Jim solo le interesan los números. Me extraña mucho que alguien tan, cómo decirlo, tan elegante como tú, salga con él. No dejes que te aburra. Os dejo. Me están esperando─, dijo al ver la mirada amenazadora de Jim.
─Ha sido un verdadero placer conocerte. Seguro que nos volvemos a ver. Mill Run no es tan grande.
─Haz el favor de largarte ya ─, dijo Jim, desafiante.
─Ya me voy, ya me voy─, dijo mientras subía la mano derecha, los dedos rígidos, hasta tocar la sien derecha.
─ Tu amigo parece muy simpático.
─No es mi amigo y es un cretino.
Jim pasó la tarde de mal humor, en alerta constante ante la idea de que aparecieran más interrupciones. Esperaba a que en cualquier momento surgiera un nuevo Mike. Le alarmó pensar que por aquella mujer estaba dispuesto a cometer una temeridad: tal vez empujar al vacío, en un momento de descuido, a un moscón inesperado? ¿Quizás desistir del régimen vegano como una muestra de que claudicaba, de que, de nuevo, volvía a engrosar las filas de aquellos que no tenían autoridad sobre sí mismos? Así todo sería más fácil y las preocupaciones se reducirían. Se sacudió la cabeza como el que lleva un toro muerto sobre la espalda y quiere deshacerse de él. Eso nunca. Murphy podía irse al mismísimo carajo.
Al morir la tarde, se relajó un poco. La oscuridad había vendado los ojos al día y se sentía más libre, sin nadie que le observara excepto Sarah. Entraron a cenar en un restaurante modesto. Ya habían pedido cuando, de nuevo, le pareció oír la misma voz de antes, esta vez más suave, casi susurrante. Procedía de la mesa contigua, separada por una breve mampara de cristal.
─Vaya Sarah, qué casualidad, ¿no te había dicho que volveríamos a vernos?
Jim se había estado conteniendo todo el día pero no pudo aguantar más.
─Mike. Deja ya de molestarnos, ¿quieres? ¿Por qué no te vas a fastidiar a otra parte?
─Tranquilo, Jim. Ya me voy, Sarah. Este es mi número de celular en caso de que tu estancia aquí no sea lo que estés buscando─, dijo sin despegar los ojos de ella─. Rectificar es de sabios. Puedes llamarme a cualquier hora. Día y noche, dijo poniendo un énfasis especial en la “n”.
─Vete ya si no quieres que te rompa tu preciosa cara, alcanzó a decirle cuando Mike ya salía por la puerta.
Durante la velada no se dirigieron la palabra. Jim, por su alarma renovada, mientras que Sarah temía que cualquier cosa que dijera pudiera ser interpretado como una ofensa o un comentario amparando a Mike.
En el coche, Sarah puso su mano sobre la pierna de Jim. Al sentir su calor, Jim dio un respingo. Sonrió con afabilidad. Pero en su lugar, Sarah percibió un poso de amargura, un destello de melancolía que invitaba a su instinto protector.
Al llegar al hotel, Jim se sentó en el borde de la cama, se quitó los zapatos, los calcetines, y después se masajeó los pies alternativamente. Por detrás, surgieron las manos de Sarah, dos invitados inesperados. Los dedos de Sarah remoloneaban sobre su camisa, haciendo altos a cada trecho para desabrocharle los botones.
Antes de que sus bocas se unieran, Jim pidió un tiempo muerto.
─Sarah. Esta mañana en el restaurate intenté decirte algo.
─Ahora no, Jim.
─Tiene que ser ahora, Sarah.
─Bueno─.Accedió Sarah de mala gana─ .¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?
─Sarah─ .Se atragantó─. No puedo hacerlo.
─¿No puedes hacer el qué?─ Le preguntó mientras su mano inquieta comenzaba a surcar, como un velero, el mapa de su pecho.
─No puedo acostarme contigo, Sarah.
Sarah dejó de acariciarle bruscamente.
─No lo entiendo Jim. Pensé que te gustaba.
─Y me gustas. Horrores, Sarah. Pero necesito explicarte algo.
─Eres gay─, sentenció Sarah. ¿Y aprovechas ahora para decírmelo?
─No, Sarah. No es eso─, se quejó.
─Entonces, impotente.
─No, tampoco es eso, Sarah. Es que soy vegano─, dijo finalmente.
La cara de Sarah se arrugó en desconcierto como un fuelle a medio gas.
─¿Y qué tiene eso que ver con nosotros?
─Pues tiene que ver que no puedo usar nada que tenga leche y los condones están hechos de leche.
Su desconcierto y su rabia parecían ir en aumento.
─No lo entiendo Jim. ¿Y aun sabiendo que no te acostarías conmigo me has traído hasta aquí? ¿Para contarme que no puedes hacértelo conmigo este fin de semana? Tú lo que necesitas es un psiquiatra.
Sin darle la posibilidad de que se explicara, se plantó de un salto felino en el suelo, forzó sus cuatro trapos en la bolsa, se atusó la melena, y salió de la habitación dando un portazo agrio, dejándole con la terrible sensación de que litros de leche se habían derramado sobre él, impregnándole con la resaca del hedor.