NoVhaJ
01-mar-2008, 15:20
Anoche, luego de un par de cócteles, un par de amigos y yo, al margen del resto de gente que nos acompañaba, nos ensañamos en una larga y hasta cierto punto amarga discusión. ¿El tema?... es o no es justo, necesario, bueno o correcto ser vegetariano. Después de tragarme argumentos sobre relativizar la verdad y cosas como "nada es real, todo vale, todo es mentira, no hay ni bien ni mal", y después de escuchar mucha basura sobre que la ética y la moral de cada uno es diferente según época/contexto/condición geopolítica etc etc... lance una serie de argumentos finales que he decantado en un pequeño texto que quiero mostrar aquí. A pesar de haber otras formas que yo mismo también considero para ser vegetariano, esta ha sido una de las mas "infalibles" que se me han ocurrido (La había estado construyendo de a pocos hace tiempo) para lanzársela a los cobardes de mis amigos a la cara. Al final he terminado bastante rayado... de mal genio, pues como siempre les queda el comodín estupido del "gusto" y la "libertad de gustos"... (No los llame ni cobardes ni estupidos ni nada por el estilo... solo queria desahogarme con eso)
...
Trascendiendo la resquebrajada moral judeo cristiana, y los modelos de moralidad arcaicos y obsoletos, mas halla de toda ética propia de culturas ajenas a la que nos es propia, se encuentra una ética y una moral propia del espíritu humano, muy básica, humilde en la esencia de su expresión, que no contempla dogmas o fundamentalismos, y que obedece solo y solo a la necesidad ultima y mas profunda del ser humano frente al mundo que lo rodea; Aquello casi instintivo que esta en nuestro interior, y que es mas fuerte que cualquier otra cosa.
Esta certeza suprema, este juicio interior, este discernimiento de lo correcto y lo incorrecto con el que hemos sido dotados, nos permite saber si debemos o no, contemplando la posibilidad de igualmente poder hacerlo, llevar acabo alguna acción. Y teniendo en cuenta que nuestras acciones tienen repercusiones sobre nuestro entorno, y sobre todos los SERES, evaluamos cada acción que decidamos tomar hasta juzgarla como plausible o no. Es en virtud de este espíritu con el que estamos investidos, y es en virtud de su fuerza, que nos inspira a determinar lo que hacemos con el mundo que nos rodea, que tomamos decisiones cruciales.
Este instinto primitivo, se encarga solo de juzgar las cosas más primigenias, más substanciales, más básicas, que afectan al SER. No se trata de juicios elaborados sobre la razón o el conocimiento, o sobre la dignidad o sobre la ética compuesta de una religión. Son pulsiones inmediatas que pueden evitar que podamos llevar acabo alguna acción, como podría ser, el atacar a alguien en un momento de ira. Nuestra naturaleza nos dictaminara en seguida que no debemos hacerlo, sea cual sea el motivo. Seguidamente habrá un enfrentamiento en nuestro interior, a la velocidad de un relámpago, y finalmente, según hallamos decidido por nosotros mismos que cosa es mas valedera, si nuestro instinto de no atacar o nuestro impulso agresor por llevar acabo una acción violenta contra alguien, es lo mas meritorio, y entonces, actuaremos según lo que halla vencido a su vez dentro de nosotros mismos.
No hace falta pertenecer a un grupo humano particular, a una religión, o poseer característica individual alguna. Basta con nuestra condición de seres humanos para poder emitir dicha clase de juicios que determinan nuestro curso a seguir.
Conforme a nuestra voluntad natural e innata de no agredir a nuestros semejantes, aun cuando existen millones de seres humanos capaces de matar a sangre fría, esta allí en nosotros esta urgencia suprema por no violentar el derecho más importante de todos, el derecho a la vida de los demás. Conforme a ella nos negamos, muchos de nosotros, a participar de la agresión constante que el ser humano ejerce sobre el ser humano. Algunas veces cedemos, y accedemos por encima de nuestros impulsos más profundos, a dañar a alguien. Y en algunos casos, es tan extrema la inhibición de nuestro espíritu humano, que podemos llegar a transformarnos, luego de una debida y muy traumática experiencia, en maquinas genocidas que no contemplen consideración alguna sobre el valor de la vida de los demás. Sin embargo, ese estado deplorable del SER en el que se puede asesinar sin miramientos, es totalmente contrario al espíritu humano mismo. El ser humano por su naturaleza no desea causar sufrimiento, y solo después de un agónico proceso de inhibición, violencia y adiestramiento, puede suprimir su propia naturaleza y convertirse en asesino.
En virtud de dicha naturaleza, además, existe entonces una voluntad de no causar sufrimiento, que esta completamente ligada a una necesidad de no matar, y de respetar la vida del otro. Existen en nosotros algo que nos angustia y nos desespera, algo que reza en nuestro interior, y nos pide que nos cuidemos de la soberbia, la tiranía y el despotismo. Que tengamos cuidado con aquellos que están a nuestro alcance indefensos y que podemos llegar a dominar. Que tengamos cuidado de no violentarlos, no agobiarlos, no llevarlos a las indeseables profundidades del trato indigno y humillante.
En ese sentido, y conforme a ese orden de ideas, es evidente que, allende en la remota infancia de la humanidad, cuando aun habitábamos cavernas y no había disposiciones sociales complejas, los seres humanos despertamos a esta naturaleza, y tomamos un curso de acción. Dentro de la tribu tubo pues que establecerse que no matar a los propios miembros de la tribu era un deber, aun cuando pudiera ser transgredido dicho deber. En aquel remoto punto, extremo y crucial, nuestra supervivencia era nuestra primera tarea. Y en ese sentido, la búsqueda de alimento era esencial. En consecución con dicha realidad, la caza y muerte de animales era un innegable requerimiento para mantenernos con vida, debido a que las demás fuentes de alimentos que hubiésemos podido consumir, no nos resultaban del todo claras o no sabíamos como obtenerlas. Sin embargo, de haber podido escoger, siempre habríamos preferido un alimento menos complejo de conseguir que el tortuoso proceso de la caza, en el que el desgaste físico es en un extremo inapropiado, y peligroso, por lo que no es pues una fuente ideal de sustento para sobrevivir. De haberlo sabido, habríamos escogido consumir otros alimentos que nos hubiesen permitido sobrevivir. Y con mucha seguridad, habríamos preferido otros alimentos distintos del sanguinario acto de matar a un animal y despellejarlo mientras aun exhalaba su aliento, todo en nombre de nuestra supervivencia. Porque, para saberlo, no podemos más que apelar a nuestra naturaleza humana. Y si, nos preguntásemos en este momento, si pudiésemos conseguir exactamente lo mismo que estamos acostumbrados a consumir, que tanto nos encanta, de una fuente que no requiera el matar a nadie, y por otro lado, permaneciera la fuente sanguinaria de alimento, y nos cuestionáramos, cual fuente preferiríamos, sin duda alguna, preferimos aquella que no necesita de la muerte de nadie, siempre y cuando nos ofrezca el mismo placer que nos provoca el sabor de los alimentos obtenidos de la muerte de otros seres.
continua ===>
...
Trascendiendo la resquebrajada moral judeo cristiana, y los modelos de moralidad arcaicos y obsoletos, mas halla de toda ética propia de culturas ajenas a la que nos es propia, se encuentra una ética y una moral propia del espíritu humano, muy básica, humilde en la esencia de su expresión, que no contempla dogmas o fundamentalismos, y que obedece solo y solo a la necesidad ultima y mas profunda del ser humano frente al mundo que lo rodea; Aquello casi instintivo que esta en nuestro interior, y que es mas fuerte que cualquier otra cosa.
Esta certeza suprema, este juicio interior, este discernimiento de lo correcto y lo incorrecto con el que hemos sido dotados, nos permite saber si debemos o no, contemplando la posibilidad de igualmente poder hacerlo, llevar acabo alguna acción. Y teniendo en cuenta que nuestras acciones tienen repercusiones sobre nuestro entorno, y sobre todos los SERES, evaluamos cada acción que decidamos tomar hasta juzgarla como plausible o no. Es en virtud de este espíritu con el que estamos investidos, y es en virtud de su fuerza, que nos inspira a determinar lo que hacemos con el mundo que nos rodea, que tomamos decisiones cruciales.
Este instinto primitivo, se encarga solo de juzgar las cosas más primigenias, más substanciales, más básicas, que afectan al SER. No se trata de juicios elaborados sobre la razón o el conocimiento, o sobre la dignidad o sobre la ética compuesta de una religión. Son pulsiones inmediatas que pueden evitar que podamos llevar acabo alguna acción, como podría ser, el atacar a alguien en un momento de ira. Nuestra naturaleza nos dictaminara en seguida que no debemos hacerlo, sea cual sea el motivo. Seguidamente habrá un enfrentamiento en nuestro interior, a la velocidad de un relámpago, y finalmente, según hallamos decidido por nosotros mismos que cosa es mas valedera, si nuestro instinto de no atacar o nuestro impulso agresor por llevar acabo una acción violenta contra alguien, es lo mas meritorio, y entonces, actuaremos según lo que halla vencido a su vez dentro de nosotros mismos.
No hace falta pertenecer a un grupo humano particular, a una religión, o poseer característica individual alguna. Basta con nuestra condición de seres humanos para poder emitir dicha clase de juicios que determinan nuestro curso a seguir.
Conforme a nuestra voluntad natural e innata de no agredir a nuestros semejantes, aun cuando existen millones de seres humanos capaces de matar a sangre fría, esta allí en nosotros esta urgencia suprema por no violentar el derecho más importante de todos, el derecho a la vida de los demás. Conforme a ella nos negamos, muchos de nosotros, a participar de la agresión constante que el ser humano ejerce sobre el ser humano. Algunas veces cedemos, y accedemos por encima de nuestros impulsos más profundos, a dañar a alguien. Y en algunos casos, es tan extrema la inhibición de nuestro espíritu humano, que podemos llegar a transformarnos, luego de una debida y muy traumática experiencia, en maquinas genocidas que no contemplen consideración alguna sobre el valor de la vida de los demás. Sin embargo, ese estado deplorable del SER en el que se puede asesinar sin miramientos, es totalmente contrario al espíritu humano mismo. El ser humano por su naturaleza no desea causar sufrimiento, y solo después de un agónico proceso de inhibición, violencia y adiestramiento, puede suprimir su propia naturaleza y convertirse en asesino.
En virtud de dicha naturaleza, además, existe entonces una voluntad de no causar sufrimiento, que esta completamente ligada a una necesidad de no matar, y de respetar la vida del otro. Existen en nosotros algo que nos angustia y nos desespera, algo que reza en nuestro interior, y nos pide que nos cuidemos de la soberbia, la tiranía y el despotismo. Que tengamos cuidado con aquellos que están a nuestro alcance indefensos y que podemos llegar a dominar. Que tengamos cuidado de no violentarlos, no agobiarlos, no llevarlos a las indeseables profundidades del trato indigno y humillante.
En ese sentido, y conforme a ese orden de ideas, es evidente que, allende en la remota infancia de la humanidad, cuando aun habitábamos cavernas y no había disposiciones sociales complejas, los seres humanos despertamos a esta naturaleza, y tomamos un curso de acción. Dentro de la tribu tubo pues que establecerse que no matar a los propios miembros de la tribu era un deber, aun cuando pudiera ser transgredido dicho deber. En aquel remoto punto, extremo y crucial, nuestra supervivencia era nuestra primera tarea. Y en ese sentido, la búsqueda de alimento era esencial. En consecución con dicha realidad, la caza y muerte de animales era un innegable requerimiento para mantenernos con vida, debido a que las demás fuentes de alimentos que hubiésemos podido consumir, no nos resultaban del todo claras o no sabíamos como obtenerlas. Sin embargo, de haber podido escoger, siempre habríamos preferido un alimento menos complejo de conseguir que el tortuoso proceso de la caza, en el que el desgaste físico es en un extremo inapropiado, y peligroso, por lo que no es pues una fuente ideal de sustento para sobrevivir. De haberlo sabido, habríamos escogido consumir otros alimentos que nos hubiesen permitido sobrevivir. Y con mucha seguridad, habríamos preferido otros alimentos distintos del sanguinario acto de matar a un animal y despellejarlo mientras aun exhalaba su aliento, todo en nombre de nuestra supervivencia. Porque, para saberlo, no podemos más que apelar a nuestra naturaleza humana. Y si, nos preguntásemos en este momento, si pudiésemos conseguir exactamente lo mismo que estamos acostumbrados a consumir, que tanto nos encanta, de una fuente que no requiera el matar a nadie, y por otro lado, permaneciera la fuente sanguinaria de alimento, y nos cuestionáramos, cual fuente preferiríamos, sin duda alguna, preferimos aquella que no necesita de la muerte de nadie, siempre y cuando nos ofrezca el mismo placer que nos provoca el sabor de los alimentos obtenidos de la muerte de otros seres.
continua ===>