dso
08-jun-2012, 23:16
Aquí os dejo un relatito breve para pasar el rato. No es nada del otro mundo, pero es entretenido, creo yo.
¡Ya sé que el protagonista no actúa bien! ¡Es un relato de ficción!
Aún.
dso, escribiendo como terapia, señor juez.
http://relatosymentiras.blogspot.com.es/2012/06/algun-dia-creo-yo-colocare-todos-los.html
Algún día, creo yo, colocaré todos los momentos de la vida de este hombre en orden. De momento, te contaré algunos de sus días más interesantes.
Que los disfrutes...
http://3.bp.blogspot.com/-I8VHeD0Gty8/T8h_4NWELeI/AAAAAAAAAMQ/-lwjevES9cQ/s1600/Gowron.jpg
ESCENA 5: A LA SOMBRA DE UN ÁRBOL MARCHITO
—Nadie debería ser capaz de matar a otro animal sin valorar la vida que arrebata. Esa falta de empatía dice muy poco de vosotros.
Cristo frunció ligeramente el ceño y siguió caminando por el sendero del bosque, en silencio. A veces no entendía a su amigo y eso le molestaba, ya que Gowron, el hombre grande y fornido que lo acompañaba, era tan solo el producto de su imaginación.
—Pero si crees eso, ¿dónde queda la gloria de la batalla, el honor del guerrero y todas esas cosas que tanto te gustan a ti? Ya sabes, el sabor de la sangre, el enemigo caído después de una batalla, morir en combate como… como si fuera la cosa más estupenda del mundo, vaya.
—Estás hablando del honor como si fuera algo que acompaña siempre a la muerte, y no es así —dijo Gowron, que se estaba haciendo una trenza con su larga melena mientras caminaban—. No hay honor en matar a distancia o usando trampas. Sin valor no hay honor, y sin riesgo no hay valor. Un cazador de los vuestros no se enfrenta a la muerte, se dedica a matar por placer, y eso no en honroso ni honesto.
—¿Tú crees? —respondió—. No sé, no es algo tan grave, no es para tanto. En la naturaleza, unos viven y otros mueren. Si a mí se me da bien el día, me cobraré un par de piezas que, si no las mato yo, antes o después se van a morir de todos modos, porque es ley de vida. No creo que se pueda decir que soy un sádico o que estoy loco.
—Y que estés hablando conmigo, que no existo más allá de tu mente, ¿no supone que estás un poco enfermo?
—Sí, eso es verdad —dijo Cristo, y entonces guardó silencio, porque cuando Gowron tenía razón, tenía razón.
Cristóbal, que era como se llamaba, no tenia doble personalidad. Tampoco era un lunático. Alucinaba, sí, y solía tener a su lado a una proyección de su mente enferma con quien conversaba y se relacionaba, pero era consciente de que esas personas no eran reales, de que eran parte de su imaginación. Sabía distinguir a la gente de verdad de la gente que se imaginaba, porque estos últimos, por lo general, eran personas que ya habían muerto, o personajes de libros y películas. Incluso en alguna ocasión se le habían aparecido fantasías tan íntimas, personales e imposibles, que las reconocía como irreales nada más verlas. La locura de Cristóbal era tan profunda, tan exagerada, que había aprendido a reconocerla y a vivir con ella.
Siguieron caminando un rato en silencio, juntos, ya que Gowron nunca se alejaba demasiado de él. Se encontraban en un tejedo de árboles centenarios, uno de esos bosques mágicos que aparecen en las revistan envueltos en una niebla misteriosa, llenos de musgo, de senderos sugerentes y de huellas de animales. Unos pocos meses al año, con la licencia correspondiente, uno podía permitirse cazar jabalíes, que era una de las piezas más abundantes, o corzos, si se carecía de escrúpulos y se arriesgaba a que le pillaran cazando una especie protegida. Si sabías a quién preguntar y estabas dispuesto a pagar una cantidad previamente acordada, incluso te llevaban a los lugares de paso o te preparaban una presa para que no tuvieras que molestarte demasiado.
Cristóbal era una mezcla extraña de cazador sin licencia y furtivo sin experiencia. Sus únicas armas eran un cepo viejo que había encontrado en una tienda de antigüedades, y una barra de acero que había recogido en un vertedero, que había limpiado y pulido hasta transformarla en una masa de metal roma y dura. Era un cazador atípico, pero también lo eran sus intenciones. Conocía bien esos montes, y sabía cuál era la especie que más abundaba y que más fácilmente podía caer en su trampa.
—Mira, Gowron —prosiguió—, hemos venido aquí a cazar, yo no sé muy bien cómo van estas cosas y no tengo estómago para matar, ¿de acuerdo? Por eso te he pedido que me acompañes, para que me des un poco de ánimo, no para que me critiques. Sólo tengo un cepo que ni siquiera sé si funciona como es debido, así que tú me dirás lo que hago con él.
Cristo sabía, por supuesto, que todo lo que Gowron le pudiera decir en realidad provenía de sus propios conocimientos, que no iba a contarle nada que no supiera ya, pero también había aprendido a sacarle partido a sus alucinaciones. No era ya un jovencito y tampoco un anciano, se encontraba en esa edad indefinida en la que permanecen tanto tiempo los solteros que no tienen hijos, que no terminan de alcanzar la madurez hasta que se vuelven viejos de repente. Pero había llegado un momento en su vida, cuando empezó a alucinar, que eran más las cosas que había olvidado que las que recordaba, y por eso sus acompañantes imaginarios le venían tan bien: porque accedía a lugares de su memoria que su mente consciente tenía vetados.
Siguieron caminando una hora más hasta que llegaron a un arroyo. Continuaron por el sendero que lo subía, de forma lenta pero constante, hasta alcanzar un pequeño remanso. Gowron se detuvo.
—Este es un buen lugar para colocar tu trampa —dijo señalando a unas piedras que cruzaban el arroyo —. Está alejado de senderos concurridos y hay huellas de animales que vienen a beber.
—Pero también hay huellas de seres humanos, ¿no?
—Fíjate bien. Son huellas de botas, pero no son constantes, como las de un senderista que sigue una ruta, sino erráticas y de planta completa, como las de un cazador que ha tomado un par de copas con el café del desayuno.
—También pueden ser las huellas de alguien que ha venido a llenar la cantimplora…
Gowron se llevó el dedo a los labios haciendo una señal de silencio. Señaló al suelo, entre los arbustos, y Cristóbal vio una colilla de Marlboro. Ningún senderista se pararía a echar un cigarrillo a mitad de una pendiente. Al lado había un pequeño papel. Al agacharse, vio que era un precinto de una botella de licor, una de esas pequeñas botellitas de minibar. Eso confirmaba que por allí pasaban cazadores, siempre tan dispuestos a echarse un lingotazo a media mañana mientras esperaban a que aparecieran las presas. Gowron le indicó por señas que siguiera agachado. El no necesitaba ocultarse, claro, porque nadie lo veía.
A lo lejos, al inicio de la pendiente por la que venían subiendo, se escuchaban ruidos.
Cris sabía lo que tenía que hacer. Abrió el cepo con cuidado, lo armó y lo colocó entre las hojas, escondido justo delante del paso del arroyo. Cuando hubo terminado, agachado y procurando hacer el menor ruido, subió por el sendero y se alejó cerca de cien metros, hasta una plataforma formada por las raíces de un árbol muerto.
—Aquí, a la sombra de un árbol marchito, cumpliré con mi tarea y daré muerte a mis enemigos —dijo Gowron con solemnidad. Cris se acomodó entre las hojas caídas con la barra de acero a su lado, mientras su amigo permanecía en pie, con los brazos en jarras y su larga melena trenzada cruzada sobre los hombros, fuerte y majestuoso.
Esperaron durante mucho rato. Esperaron, y pasó el tiempo, y entonces se escuchó un grito. No era el lamento de un animal herido, el chillido agudo y desesperado del miedo, sino un grito de dolor, agudo, sí, y también humano. Era el grito de un niño.
—¡Empieza el juego! —dijo Cristóbal mientras se levantaba y echaba a correr cuesta abajo. Gowron, caminando detrás de él, sonreía mostrando sus dientes de depredador.
¡Ya sé que el protagonista no actúa bien! ¡Es un relato de ficción!
Aún.
dso, escribiendo como terapia, señor juez.
http://relatosymentiras.blogspot.com.es/2012/06/algun-dia-creo-yo-colocare-todos-los.html
Algún día, creo yo, colocaré todos los momentos de la vida de este hombre en orden. De momento, te contaré algunos de sus días más interesantes.
Que los disfrutes...
http://3.bp.blogspot.com/-I8VHeD0Gty8/T8h_4NWELeI/AAAAAAAAAMQ/-lwjevES9cQ/s1600/Gowron.jpg
ESCENA 5: A LA SOMBRA DE UN ÁRBOL MARCHITO
—Nadie debería ser capaz de matar a otro animal sin valorar la vida que arrebata. Esa falta de empatía dice muy poco de vosotros.
Cristo frunció ligeramente el ceño y siguió caminando por el sendero del bosque, en silencio. A veces no entendía a su amigo y eso le molestaba, ya que Gowron, el hombre grande y fornido que lo acompañaba, era tan solo el producto de su imaginación.
—Pero si crees eso, ¿dónde queda la gloria de la batalla, el honor del guerrero y todas esas cosas que tanto te gustan a ti? Ya sabes, el sabor de la sangre, el enemigo caído después de una batalla, morir en combate como… como si fuera la cosa más estupenda del mundo, vaya.
—Estás hablando del honor como si fuera algo que acompaña siempre a la muerte, y no es así —dijo Gowron, que se estaba haciendo una trenza con su larga melena mientras caminaban—. No hay honor en matar a distancia o usando trampas. Sin valor no hay honor, y sin riesgo no hay valor. Un cazador de los vuestros no se enfrenta a la muerte, se dedica a matar por placer, y eso no en honroso ni honesto.
—¿Tú crees? —respondió—. No sé, no es algo tan grave, no es para tanto. En la naturaleza, unos viven y otros mueren. Si a mí se me da bien el día, me cobraré un par de piezas que, si no las mato yo, antes o después se van a morir de todos modos, porque es ley de vida. No creo que se pueda decir que soy un sádico o que estoy loco.
—Y que estés hablando conmigo, que no existo más allá de tu mente, ¿no supone que estás un poco enfermo?
—Sí, eso es verdad —dijo Cristo, y entonces guardó silencio, porque cuando Gowron tenía razón, tenía razón.
Cristóbal, que era como se llamaba, no tenia doble personalidad. Tampoco era un lunático. Alucinaba, sí, y solía tener a su lado a una proyección de su mente enferma con quien conversaba y se relacionaba, pero era consciente de que esas personas no eran reales, de que eran parte de su imaginación. Sabía distinguir a la gente de verdad de la gente que se imaginaba, porque estos últimos, por lo general, eran personas que ya habían muerto, o personajes de libros y películas. Incluso en alguna ocasión se le habían aparecido fantasías tan íntimas, personales e imposibles, que las reconocía como irreales nada más verlas. La locura de Cristóbal era tan profunda, tan exagerada, que había aprendido a reconocerla y a vivir con ella.
Siguieron caminando un rato en silencio, juntos, ya que Gowron nunca se alejaba demasiado de él. Se encontraban en un tejedo de árboles centenarios, uno de esos bosques mágicos que aparecen en las revistan envueltos en una niebla misteriosa, llenos de musgo, de senderos sugerentes y de huellas de animales. Unos pocos meses al año, con la licencia correspondiente, uno podía permitirse cazar jabalíes, que era una de las piezas más abundantes, o corzos, si se carecía de escrúpulos y se arriesgaba a que le pillaran cazando una especie protegida. Si sabías a quién preguntar y estabas dispuesto a pagar una cantidad previamente acordada, incluso te llevaban a los lugares de paso o te preparaban una presa para que no tuvieras que molestarte demasiado.
Cristóbal era una mezcla extraña de cazador sin licencia y furtivo sin experiencia. Sus únicas armas eran un cepo viejo que había encontrado en una tienda de antigüedades, y una barra de acero que había recogido en un vertedero, que había limpiado y pulido hasta transformarla en una masa de metal roma y dura. Era un cazador atípico, pero también lo eran sus intenciones. Conocía bien esos montes, y sabía cuál era la especie que más abundaba y que más fácilmente podía caer en su trampa.
—Mira, Gowron —prosiguió—, hemos venido aquí a cazar, yo no sé muy bien cómo van estas cosas y no tengo estómago para matar, ¿de acuerdo? Por eso te he pedido que me acompañes, para que me des un poco de ánimo, no para que me critiques. Sólo tengo un cepo que ni siquiera sé si funciona como es debido, así que tú me dirás lo que hago con él.
Cristo sabía, por supuesto, que todo lo que Gowron le pudiera decir en realidad provenía de sus propios conocimientos, que no iba a contarle nada que no supiera ya, pero también había aprendido a sacarle partido a sus alucinaciones. No era ya un jovencito y tampoco un anciano, se encontraba en esa edad indefinida en la que permanecen tanto tiempo los solteros que no tienen hijos, que no terminan de alcanzar la madurez hasta que se vuelven viejos de repente. Pero había llegado un momento en su vida, cuando empezó a alucinar, que eran más las cosas que había olvidado que las que recordaba, y por eso sus acompañantes imaginarios le venían tan bien: porque accedía a lugares de su memoria que su mente consciente tenía vetados.
Siguieron caminando una hora más hasta que llegaron a un arroyo. Continuaron por el sendero que lo subía, de forma lenta pero constante, hasta alcanzar un pequeño remanso. Gowron se detuvo.
—Este es un buen lugar para colocar tu trampa —dijo señalando a unas piedras que cruzaban el arroyo —. Está alejado de senderos concurridos y hay huellas de animales que vienen a beber.
—Pero también hay huellas de seres humanos, ¿no?
—Fíjate bien. Son huellas de botas, pero no son constantes, como las de un senderista que sigue una ruta, sino erráticas y de planta completa, como las de un cazador que ha tomado un par de copas con el café del desayuno.
—También pueden ser las huellas de alguien que ha venido a llenar la cantimplora…
Gowron se llevó el dedo a los labios haciendo una señal de silencio. Señaló al suelo, entre los arbustos, y Cristóbal vio una colilla de Marlboro. Ningún senderista se pararía a echar un cigarrillo a mitad de una pendiente. Al lado había un pequeño papel. Al agacharse, vio que era un precinto de una botella de licor, una de esas pequeñas botellitas de minibar. Eso confirmaba que por allí pasaban cazadores, siempre tan dispuestos a echarse un lingotazo a media mañana mientras esperaban a que aparecieran las presas. Gowron le indicó por señas que siguiera agachado. El no necesitaba ocultarse, claro, porque nadie lo veía.
A lo lejos, al inicio de la pendiente por la que venían subiendo, se escuchaban ruidos.
Cris sabía lo que tenía que hacer. Abrió el cepo con cuidado, lo armó y lo colocó entre las hojas, escondido justo delante del paso del arroyo. Cuando hubo terminado, agachado y procurando hacer el menor ruido, subió por el sendero y se alejó cerca de cien metros, hasta una plataforma formada por las raíces de un árbol muerto.
—Aquí, a la sombra de un árbol marchito, cumpliré con mi tarea y daré muerte a mis enemigos —dijo Gowron con solemnidad. Cris se acomodó entre las hojas caídas con la barra de acero a su lado, mientras su amigo permanecía en pie, con los brazos en jarras y su larga melena trenzada cruzada sobre los hombros, fuerte y majestuoso.
Esperaron durante mucho rato. Esperaron, y pasó el tiempo, y entonces se escuchó un grito. No era el lamento de un animal herido, el chillido agudo y desesperado del miedo, sino un grito de dolor, agudo, sí, y también humano. Era el grito de un niño.
—¡Empieza el juego! —dijo Cristóbal mientras se levantaba y echaba a correr cuesta abajo. Gowron, caminando detrás de él, sonreía mostrando sus dientes de depredador.