antavian
09-sep-2011, 13:29
“Chiang era un labrador que vivía en una aldea lejana a grandes poblaciones. Su vida transcurría sencilla y tranquila, centrada en sacar adelante la parcelita de terreno que producía los alimentos necesarios para que él, sus padres y hermanos sobrevivieran sin abundancia y sin escasez.
Era un joven inquieto y trabajador, no le asustaba afrontar nuevas tareas, pero hasta que lograba aprenderlas se desesperaba, le consumía la impaciencia.
Una tarde, al final de la jornada, cuando volvía a encerrar al buey de agua que la familia utilizaba en las faenas agrícolas, vio a un extranjero penetrar en la aldea.
El desconocido, casualmente, se dirigió a la casa de los padres de Chiang que era de las primeras, y después de explicar que necesitaba descansar durante un tiempo ya que había emprendido un larguísimo viaje recorriendo todo el país, negoció con el padre la posibilidad de ser admitido como huésped durante una temporada. Después de acordar tiempo y precio, el extranjero pasó a ser un miembro más de la casa.
A la tarde siguiente, cuando Chiang volvía del campo, comprobó que el extraño estaba practicando taichí, y se notaba en su práctica y en su porte que era un maestro.
Día tras día durante una semana, observaba y callaba, pero una gran inquietud comenzó a reconcomerle: Iba creciendo en su interior el irrefrenable deseo de aprender el arte del maestro. De aprenderlo sin dilación.
Llevado por su impaciencia, se llegó hasta el maestro y, sin ningún miramiento, interrumpió su práctica con estas palabras:” Me gustaría que me enseñaras taichi. A cambio, pídeme lo que desees de mi”. El maestro, sin enfadarse ni inmutarse, miró profundamente a los ojos de Chiang, y después de unos segundos le dijo: “De acuerdo, te he observado cada día mientras tú, a su vez, me observabas a mí, y creo que puedes ser un buen alumno.
Eres dispuesto y trabajador. A cambio de mis enseñanzas te voy a pedir un tesoro.”
Chiang exclamó: “¡Un tesoro! Maestro, tu sabes que en mi familia disponemos de los bienes precisos para vivir si pasar hambre, pero no dispongo de riquezas”.
“No, Chiang, es un tesoro que debes buscar y que está muy cerca de ti. Ahora déjame y vuelve cuando lo hayas encontrado.”
Día tras día, en sus ratos libres, Chiang buscaba el tesoro: Escudriñaba tras arbustos, dragaba el río por diferentes zonas, removía piedras, escarbaba en diferentes desniveles de la tierra que parecían aptos para esconder algo. Y ante la desesperanza de no encontrar el tesoro volvía a hablar con el maestro tarde tras tarde, siempre lo mismo: “Maestro, el tesoro no existe o no soy capaz de encontrarlo. Por favor, pídeme otra cosa. Seré tu sirviente. Lo que quieras, pero enséñame”
“El tesoro está cerca de ti. Busca y cuando lo halles te enseñaré”
Pasaron semanas y Chiang poco a poco dejó de remover cielo y tierra, dejó de suplicar al maestro, y simplemente se sentaba a observar la práctica. Cada tarde que pasaba se fue resignando y se fue centrando en el disfrute que sentía al observar los movimientos del taichí.
Y un día, dejándose envolver por la suave tibieza y la decreciente luz del crepúsculo, Chiang se dio cuenta de que la energía del Universo hace que todo llegue en su momento, cuando es preciso, cuando es necesario que se alcance.
Se levantó despacio y caminó hacia el maestro esperando a que terminara su práctica. Cuando este acabó, le hizo una reverencia y le pidió permiso para hablar:
“Maestro: No soy capaz de encontrar el tesoro que necesitas para enseñarme, pero he aprendido que si no es así es porque no es el momento de que yo aprenda taichí. Gracias por tu paciencia conmigo”
Con la mirada risueña y un cierto aire zumbón el maestro le respondió: “Querido Chiang el que necesitabas el tesoro eras tú y no yo, era imprescindible para aprender y no para enseñar y… ¡ya lo has encontrado!
El tesoro que buscabas es la paciencia, y ahora que la tienes estás preparado para instruirte en el taichí.
¡Es tu momento! Comencemos.”
Y los suaves movimientos de ambos se fundieron con la luz rojiza del atardecer.
Era un joven inquieto y trabajador, no le asustaba afrontar nuevas tareas, pero hasta que lograba aprenderlas se desesperaba, le consumía la impaciencia.
Una tarde, al final de la jornada, cuando volvía a encerrar al buey de agua que la familia utilizaba en las faenas agrícolas, vio a un extranjero penetrar en la aldea.
El desconocido, casualmente, se dirigió a la casa de los padres de Chiang que era de las primeras, y después de explicar que necesitaba descansar durante un tiempo ya que había emprendido un larguísimo viaje recorriendo todo el país, negoció con el padre la posibilidad de ser admitido como huésped durante una temporada. Después de acordar tiempo y precio, el extranjero pasó a ser un miembro más de la casa.
A la tarde siguiente, cuando Chiang volvía del campo, comprobó que el extraño estaba practicando taichí, y se notaba en su práctica y en su porte que era un maestro.
Día tras día durante una semana, observaba y callaba, pero una gran inquietud comenzó a reconcomerle: Iba creciendo en su interior el irrefrenable deseo de aprender el arte del maestro. De aprenderlo sin dilación.
Llevado por su impaciencia, se llegó hasta el maestro y, sin ningún miramiento, interrumpió su práctica con estas palabras:” Me gustaría que me enseñaras taichi. A cambio, pídeme lo que desees de mi”. El maestro, sin enfadarse ni inmutarse, miró profundamente a los ojos de Chiang, y después de unos segundos le dijo: “De acuerdo, te he observado cada día mientras tú, a su vez, me observabas a mí, y creo que puedes ser un buen alumno.
Eres dispuesto y trabajador. A cambio de mis enseñanzas te voy a pedir un tesoro.”
Chiang exclamó: “¡Un tesoro! Maestro, tu sabes que en mi familia disponemos de los bienes precisos para vivir si pasar hambre, pero no dispongo de riquezas”.
“No, Chiang, es un tesoro que debes buscar y que está muy cerca de ti. Ahora déjame y vuelve cuando lo hayas encontrado.”
Día tras día, en sus ratos libres, Chiang buscaba el tesoro: Escudriñaba tras arbustos, dragaba el río por diferentes zonas, removía piedras, escarbaba en diferentes desniveles de la tierra que parecían aptos para esconder algo. Y ante la desesperanza de no encontrar el tesoro volvía a hablar con el maestro tarde tras tarde, siempre lo mismo: “Maestro, el tesoro no existe o no soy capaz de encontrarlo. Por favor, pídeme otra cosa. Seré tu sirviente. Lo que quieras, pero enséñame”
“El tesoro está cerca de ti. Busca y cuando lo halles te enseñaré”
Pasaron semanas y Chiang poco a poco dejó de remover cielo y tierra, dejó de suplicar al maestro, y simplemente se sentaba a observar la práctica. Cada tarde que pasaba se fue resignando y se fue centrando en el disfrute que sentía al observar los movimientos del taichí.
Y un día, dejándose envolver por la suave tibieza y la decreciente luz del crepúsculo, Chiang se dio cuenta de que la energía del Universo hace que todo llegue en su momento, cuando es preciso, cuando es necesario que se alcance.
Se levantó despacio y caminó hacia el maestro esperando a que terminara su práctica. Cuando este acabó, le hizo una reverencia y le pidió permiso para hablar:
“Maestro: No soy capaz de encontrar el tesoro que necesitas para enseñarme, pero he aprendido que si no es así es porque no es el momento de que yo aprenda taichí. Gracias por tu paciencia conmigo”
Con la mirada risueña y un cierto aire zumbón el maestro le respondió: “Querido Chiang el que necesitabas el tesoro eras tú y no yo, era imprescindible para aprender y no para enseñar y… ¡ya lo has encontrado!
El tesoro que buscabas es la paciencia, y ahora que la tienes estás preparado para instruirte en el taichí.
¡Es tu momento! Comencemos.”
Y los suaves movimientos de ambos se fundieron con la luz rojiza del atardecer.