Didlina
08-sep-2007, 11:24
Os pongo el fragmento de un libro "los males del vegano" de Mercedes Gutiérrez(Edito: No sé si es un libro o un relato corto). Me ha llamado la atención y creo que habrá a quién le guste. Este fragmento está disponible en la web: http://www.revistavoces.com/revista/index.asp?id=455
A sus treinta y tres años Jim no se consideraba una persona especialmente supersticiosa. No creía en las casualidades ni en la mala suerte más que en la existencia de los OVNIS. Hacía oídos sordos a aquellos que defendían “La Ley de Murphy” y volvía la cara con una mueca de desagrado cada vez que escuchaba a sus amigos quejarse de que a ellos nunca les tocaba la lotería. También era un hombre disciplinado. A sus treinta y tres años vio un documental que le impactó mucho: el maltrato a los animales de granja e inmediatamente decidió hacerse vegano. Con felicidad y desoyendo los gritos de su madre, dijo adiós a años de colesterol, a las hamburguesas de mamá, a los huevos, y a los lácteos. Tampoco le costó mucho despedirse de los once profilácticos ricos en caseína que custodiaba, como platino macizo, en la mesilla de noche, esperando a la menor ocasión para desenterrarlos.
Jim sopló el polvo de la caja: “A saber de cuando eran. Lo mismo ya estaban hasta caducados”. Sin miramientos, botó el envase a la basura. Fue también a sus treinta y tres años de vida cuando conoció a Sarah. Sabía que había hecho mal en invitarla a pasar el fin de semana en Run Mill, pero su negra melena anuncio L'Oreal y su sonrisa bondadosa, una media luna coreografiada por la ternura de sus dos ojos, se le inocularon en la retina.
Y lo peor de todo es que no había hecho falta insistir dos veces. Jim se sorprendió: las tácticas que utilizaba con las mujeres no solían tener éxito. Éstas utilizaban excusas como: “lo siento, estoy pillada”. “¿Ves ese cachas de ahí? Es mi novio”. “Hoy no puedo. Lo siento. Estoy mujer”. Como si fuera un perro lo que estaba buscando. Pero con Sarah la química explotó al momento, igual que dos pipetas humeantes de laboratorio.
Esa misma noche corrió al basurero. El paquete había desaparecido, quién sabe si a manos de otro principiante a vegano. Jim subió la indecisa escalerilla de casa despacio, agradecido de que la tentación hubiera decidido respetarlo, pero también pensando que al final del ascenso, por primera vez, se encontraría con la cara burlona de Murphy.
Le quedaban menos de veinticuatro horas para conseguir localizar gomas libres de lactosa. ¿Qué podía hacer? En un primer impulso acudió a las páginas amarillas. Como un futuro padre en la sala de espera, recorría el cuarto de estar. Arrancó las páginas de la sección de farmacias. Llamó al primer número. Le contestó un joven de voz cansina.
─Case ¿qué?
Colgó.
Llamó al siguiente en la lista.
─Lo siento, no me permiten abandonar el mostrador─, le dijo una mujer de voz aguardentosa.
Solo será un momento, por favor.
─Le estoy diciendo que no puedo dejar el mostrador solo─, y colgó.
En sucesivas llamadas obtuvo respuestas similares, hasta llegar a la diecinueve, donde le mintieron vilmente.
─Sí, claro que los tenemos.
Al llegar se abalanzó al pasillo nueve, productos de higiene, pero solo encontró los habituales.
Asqueado, decidió que era mejor marcharse en lugar de quejarse al jefe de
personal. Quería evitar, por partida doble, la pérdida de tiempo y las guasas de los empleados. En el pasillo doce, artículos electrónicos, le entró una pájara al toparse con un cronómetro cuyo segundero palpitaba con arritmia cardíaca.
Jim se esforzaba en mantener a Murphy a raya, aunque le pareció sentir, cada vez
más cerca, su fétido aliento. De regreso a casa se dio cuenta de que el directorio no iba a resultar. De pronto recordó que un amigo había mencionado una empresa de reparto especialista en la entrega de objetos “esquivos”.
Tenía el nombre en la punta de la lengua. Cosi, casi, cuasi, …cuásar. Ese era el nombre de la compañía. Jim lanzó el listín sobre el sillón con un sonoro pluf. Bajo la peana de la lamparilla de lectura, sacó otro libro. Esta vez acudía a las páginas blancas. Con nerviosismo recorrió los nombres sin dar con lo que buscaba.
Había quebrado, pensó. En su efímera existencia probablemente sólo había recibido llamadas del mismo individuo, otro desesperado como él en busca de condones sin lactosa que había terminado por acaparar las existencias, haciendo redundante la presencia de la empresa.
Con la manga de la camisa se retiró el sudor de la frente. Después, se acercó hasta su despacho, y allí se desplomó sobre la silla érgica. Reclinó la espalda en un ángulo de casi 180 grados, las manos entrelazadas detrás de la nuca, los pies sobre la mesa, mientras que, con la puntera, se quitaba los zapatos alternativamente, recordando así a uno de esos detectives americanos de los años 50. Se quedó mirando al techo por unos segundos, como si la respuesta colgara en las babas de polvo que se habían ido acumulando durante meses.
Incapaz de aguantar la posición más de unos minutos devolvió la vista al escritorio. Fue en ese instante cuando se dio cuenta: había pasado por alto que él era un consultor financiero y que, por tanto, en su trabajo, el ordenador era un requisito. Y allí lo tenía, delante de sus narices. Acababa de encontrar su salvación. Ni el poder concentrado de mil Murphies podría ahora contra la todopoderosa internet.
Sin dilación apretó el botón de arranque.
Confiado y silbando entre dientes, fue hasta la cocina a servirse una coca cola bien fría mientras esperaba a que el ordenador cargara. De vuelta se sentó frente a una pantalla con motivos californianos, playa y surf.
Amazon. Ahí tienen de todo, se dijo.
Tecleó la sección de salud y cuidado personal. No tardó en dar con ellos. Jim levantó los brazos al aire, como si él solo hubiera podido derrotar a las mismísimas tropas de Napoleón. Aun tenía los brazos en el aire cuando al final de la página observó una linea muy fina, como un tenue bigotillo que requería entornar los ojos para su correcta lectura: entrega en tres días. ¿Tres días? Él no disponía de tres días. Ni de dos ni tan siquiera de uno. ¿No se daba cuenta Murphy de que su equilibrio físico y mental dependía de aquel envío? ¿Por qué le castigaba con aquella severidad? ¿Es que acaso no se podía ser moral en esta vida?¿Es que no había hombres peores sobre la tierra que merecieran peor suerte? Vamos, Murphy. No seas así y échame una mano, se encontró balbuciendo mientras, con la mano derecha, se abría cuatro espesas pistas en el pelo.
A sus treinta y tres años Jim no se consideraba una persona especialmente supersticiosa. No creía en las casualidades ni en la mala suerte más que en la existencia de los OVNIS. Hacía oídos sordos a aquellos que defendían “La Ley de Murphy” y volvía la cara con una mueca de desagrado cada vez que escuchaba a sus amigos quejarse de que a ellos nunca les tocaba la lotería. También era un hombre disciplinado. A sus treinta y tres años vio un documental que le impactó mucho: el maltrato a los animales de granja e inmediatamente decidió hacerse vegano. Con felicidad y desoyendo los gritos de su madre, dijo adiós a años de colesterol, a las hamburguesas de mamá, a los huevos, y a los lácteos. Tampoco le costó mucho despedirse de los once profilácticos ricos en caseína que custodiaba, como platino macizo, en la mesilla de noche, esperando a la menor ocasión para desenterrarlos.
Jim sopló el polvo de la caja: “A saber de cuando eran. Lo mismo ya estaban hasta caducados”. Sin miramientos, botó el envase a la basura. Fue también a sus treinta y tres años de vida cuando conoció a Sarah. Sabía que había hecho mal en invitarla a pasar el fin de semana en Run Mill, pero su negra melena anuncio L'Oreal y su sonrisa bondadosa, una media luna coreografiada por la ternura de sus dos ojos, se le inocularon en la retina.
Y lo peor de todo es que no había hecho falta insistir dos veces. Jim se sorprendió: las tácticas que utilizaba con las mujeres no solían tener éxito. Éstas utilizaban excusas como: “lo siento, estoy pillada”. “¿Ves ese cachas de ahí? Es mi novio”. “Hoy no puedo. Lo siento. Estoy mujer”. Como si fuera un perro lo que estaba buscando. Pero con Sarah la química explotó al momento, igual que dos pipetas humeantes de laboratorio.
Esa misma noche corrió al basurero. El paquete había desaparecido, quién sabe si a manos de otro principiante a vegano. Jim subió la indecisa escalerilla de casa despacio, agradecido de que la tentación hubiera decidido respetarlo, pero también pensando que al final del ascenso, por primera vez, se encontraría con la cara burlona de Murphy.
Le quedaban menos de veinticuatro horas para conseguir localizar gomas libres de lactosa. ¿Qué podía hacer? En un primer impulso acudió a las páginas amarillas. Como un futuro padre en la sala de espera, recorría el cuarto de estar. Arrancó las páginas de la sección de farmacias. Llamó al primer número. Le contestó un joven de voz cansina.
─Case ¿qué?
Colgó.
Llamó al siguiente en la lista.
─Lo siento, no me permiten abandonar el mostrador─, le dijo una mujer de voz aguardentosa.
Solo será un momento, por favor.
─Le estoy diciendo que no puedo dejar el mostrador solo─, y colgó.
En sucesivas llamadas obtuvo respuestas similares, hasta llegar a la diecinueve, donde le mintieron vilmente.
─Sí, claro que los tenemos.
Al llegar se abalanzó al pasillo nueve, productos de higiene, pero solo encontró los habituales.
Asqueado, decidió que era mejor marcharse en lugar de quejarse al jefe de
personal. Quería evitar, por partida doble, la pérdida de tiempo y las guasas de los empleados. En el pasillo doce, artículos electrónicos, le entró una pájara al toparse con un cronómetro cuyo segundero palpitaba con arritmia cardíaca.
Jim se esforzaba en mantener a Murphy a raya, aunque le pareció sentir, cada vez
más cerca, su fétido aliento. De regreso a casa se dio cuenta de que el directorio no iba a resultar. De pronto recordó que un amigo había mencionado una empresa de reparto especialista en la entrega de objetos “esquivos”.
Tenía el nombre en la punta de la lengua. Cosi, casi, cuasi, …cuásar. Ese era el nombre de la compañía. Jim lanzó el listín sobre el sillón con un sonoro pluf. Bajo la peana de la lamparilla de lectura, sacó otro libro. Esta vez acudía a las páginas blancas. Con nerviosismo recorrió los nombres sin dar con lo que buscaba.
Había quebrado, pensó. En su efímera existencia probablemente sólo había recibido llamadas del mismo individuo, otro desesperado como él en busca de condones sin lactosa que había terminado por acaparar las existencias, haciendo redundante la presencia de la empresa.
Con la manga de la camisa se retiró el sudor de la frente. Después, se acercó hasta su despacho, y allí se desplomó sobre la silla érgica. Reclinó la espalda en un ángulo de casi 180 grados, las manos entrelazadas detrás de la nuca, los pies sobre la mesa, mientras que, con la puntera, se quitaba los zapatos alternativamente, recordando así a uno de esos detectives americanos de los años 50. Se quedó mirando al techo por unos segundos, como si la respuesta colgara en las babas de polvo que se habían ido acumulando durante meses.
Incapaz de aguantar la posición más de unos minutos devolvió la vista al escritorio. Fue en ese instante cuando se dio cuenta: había pasado por alto que él era un consultor financiero y que, por tanto, en su trabajo, el ordenador era un requisito. Y allí lo tenía, delante de sus narices. Acababa de encontrar su salvación. Ni el poder concentrado de mil Murphies podría ahora contra la todopoderosa internet.
Sin dilación apretó el botón de arranque.
Confiado y silbando entre dientes, fue hasta la cocina a servirse una coca cola bien fría mientras esperaba a que el ordenador cargara. De vuelta se sentó frente a una pantalla con motivos californianos, playa y surf.
Amazon. Ahí tienen de todo, se dijo.
Tecleó la sección de salud y cuidado personal. No tardó en dar con ellos. Jim levantó los brazos al aire, como si él solo hubiera podido derrotar a las mismísimas tropas de Napoleón. Aun tenía los brazos en el aire cuando al final de la página observó una linea muy fina, como un tenue bigotillo que requería entornar los ojos para su correcta lectura: entrega en tres días. ¿Tres días? Él no disponía de tres días. Ni de dos ni tan siquiera de uno. ¿No se daba cuenta Murphy de que su equilibrio físico y mental dependía de aquel envío? ¿Por qué le castigaba con aquella severidad? ¿Es que acaso no se podía ser moral en esta vida?¿Es que no había hombres peores sobre la tierra que merecieran peor suerte? Vamos, Murphy. No seas así y échame una mano, se encontró balbuciendo mientras, con la mano derecha, se abría cuatro espesas pistas en el pelo.