DefensAnimal.org
02-ene-2010, 15:29
http://www.DefensAnimal.org/articulos/todxs_podemos.htm
TODOS/AS PODEMOS Y DEBEMOS DEJAR DE SER ESPECISTAS
Luis Pérez García
(Presidente de DefensAnimal.org)
Aunque a algunas personas pueda no parecérselo, la Navidad, con sus copiosas comidas a base de animales no humanos, las cestas de empresa, con regalos no menos llenos de “suculencias” para algunos, los regalos con trazos de la piel y pelo de “otros” individuos, es un momento tan bueno como cualquier otro para dejar de perjudicar a los animales no humanos en el día a día.
En este relato, Luis Pérez nos cuenta su experiencia personal desde la infancia, pidiendo a todos/as aquellos/as que aún son especistas que dejen de serlo y respeten a los demás animales con los que compartimos este planeta.
(Se permite, y agradece, la difusión de este texto, indicando la fuente: http://www.DefensAnimal.org/articulos/todxs_podemos.htm)
.............................................
Me crié en el seno de una familia que, como la mayoría de ellas, veía a los demás animales como seres inferiores, como recursos a explotar, sin cuestionarse nunca la legitimidad de lo que hacían con ellos, ni pensar si esos seres a los que diariamente explotaban merecían consideración ética.
Mis padres habían vivido en un pueblo, donde criaban conejos y gallinas, y cada año hacían la matanza del cerdo…*
…pero yo nací y crecí en una ciudad, por lo que sólo veía(1) a los demás animales que normalmente allí cohabitan (gatos, perros, gorriones, hormigas, moscas,...). Aún así, durante una de las visitas al pueblo de mis padres tuve mi primera gran relación con un animal no humano. Fue con una burra que “tenía” mi abuelo. Después de comer me iba a la cuadra a hacerle compañía, y sentía mucha ternura al verla allí sola, sin otra vida que la de ser obligada a servir de medio de transporte de cargas pesadas y que- dando recluida entre aquellas cuatro paredes de la cuadra durante horas, días y años, del mismo modo que se guardaban el resto de “herramientas de trabajo”.
Recuerdo mirarle a los ojos mientras acariciaba su cara...
Recuerdo su mirada de resignación, de sometimiento,...
Un año me dijeron que había muerto, sin querer darme más explicaciones. Con el tiempo me enteré de que su muerte fue debida a que mi abuelo se marchó a la ciudad y la burra “se la quedó”*un vecino(2) ,*que al parecer dejó que se muriera de hambre y frío.
Lloré desconsoladamente al enterarme de su muerte, lamentando no haber podido estar a su lado haciéndole compañía, en lugar de morir en la más absoluta soledad entre las cuatro frías paredes de la cuadra, sobre sus excrementos y orines.
Podría parecer que era un niño que respetaba a los animales no humanos, pero en realidad no era así, ya que por aquél entonces fantaseaba con que yo era torero (debido a que mi padre era taurino), jugando con las toallas como si fueran capotes, e imaginándome que “mataba” a los toros tras cuadrarlos (situación en la que el toro apoya sus manos a la misma distancia para que la espada entre mejor y más profunda). Me imaginaba los últimos momentos del toro tras haberle clavado la espada, y no sentía pena o tristeza. El momento final de una corrida de toros lo veía como algo normal ya que había sido educado a ver la agonía del animal no humano como parte de la fiesta, sin connotaciones negativas.
Mi afición taurina sólo quedaba en la fantasía y no producía una afectación para aquellos individuos. Por el contrario sí que provoqué e hice mucho daño a multitud de individuos en mi niñez. Quemé, mutilé, ahogué y aplasté a decenas de insectos (hormigas y moscas). Ahora intento analizar el porqué de mi modo de actuar, y supongo que sería originada por la curiosidad. Lo que recuerdo es la imagen de mi madre acercándose a mí para decirme que íbamos a cenar y aunque veía lo que estaba haciendo no me lo recriminaba. Era la típica y lamentable situación en la que se suele decir que es algo normal de los niños, sin importar lo que estuvieran sufriendo los individuos que habían caído en mis manos. Éste era un ejemplo más de la educación especista que recibía de mis padres, y que a su vez ellos habían recibido de mis abuelos.
Un día mi padre me llevó a cazar. Recuerdo que dentro de mí se crearon una mezcla de sensaciones desagradables al ver que los conejos tenían que huir de mi padre y sus amigos. Me daban pena. Afortunadamente la puntería de mi padre no era buena, pero uno de sus disparos hirió a uno de los conejos. Horas después lo llevamos a casa, donde por primera vez en mi vida vi como mataban a “alguien”. Siempre recordaré la imagen de mi madre asesinando al conejo mediante golpes en la nuca con el canto de su mano extendida, mientras lo mantenía colgado sujetando sus piernas con la otra mano. Fueron muchos los golpes que recibió el conejo, hasta que dejó de moverse... hasta que lo mató.
Me encontraba muy triste ante lo que acababa de presenciar. Me daba pena el conejo que acababan de matar... pero mis padres me tranquilizaron de tal modo que me comí la comida que incluía el cadáver troceado de ese individuo que hacía escasos minutos estaba vivo y había luchado por seguir disfrutando de su vida.
Luego hubo una etapa sin nada que reseñar al respecto, hasta que inicié mis estudios en la Universidad. Entre los estudiantes hice un grupo de amigos/as, y dentro de las actividades lúdicas que realizábamos se encontraba el acudir cada año a las fiestas del pueblo de una compañera. Uno de los festejos que se realizaban allí era el “toro embolado”, de tal modo que con bastante alcohol encima participaba en aquél acto en el que yo era uno más de los que corrían delante del toro, hasta colarme en las barreras para que no me pillara. Nunca olvidaré la situación en la que estando yo detrás de los barrotes, el toro se paró unos segundos frente a mí, a un metro escaso, mirándome mientras le caían las briznas de fuego de las teas que le habían colocado en sus cuernos. “Yo miraba pero no veía”. Era uno más de los integrantes de esa jauría humana, dejándome llevar, sin pararme a pensar en lo que estaba sintiendo el toro, ni en las consecuencias de mis actos.
Esto se repitió durante 3 años, hasta que otra amiga nos invitó a las fiestas de su pueblo, donde en lugar de hacer el toro embolado se divertían usando vaquillas. Aquí se produjo un hecho significativo en mi vida.
En esta ocasión me planteé verlo como espectador desde cierta distancia (no recuerdo el motivo), y eso hizo que pudiera verlo de un modo más objetivo. Observé cómo la gente se reía de la vaquilla, cómo la engañaban haciéndole correr para luego
esconderse cobardemente detrás de unas barreras. Desde la distancia vi por primera vez lo que antes no veía... por primera vez vi a un individuo siendo utilizado para reírse y divertirse a costa de él, y me dio pena. Pero, minutos después, lo que terminó de convencer- me, fue el hecho de presenciar cómo una señora de edad avanzada mostraba desde su balcón un palo muy largo acabado en un pincho, e intentaba clavárselo a la vaquilla cuando pasaba por debajo. Afortunadamente no lo consiguió, pero por mis mejillas empezaron a caer lágrimas de tristeza ante lo que estaba viendo. Por primera vez en mi vida había empatizado con esos individuos a los que en mi infancia había imaginado asesinando. Lloré de impotencia, y deseé parar todo aquello, pero era consciente de que no podía enfrentarme a aquella gente.
Comuniqué a mis amigos que me marchaba de allí, lo que provocó el enfado de la compañera que nos había invitado, ya que lo consideró como un desprecio a su pueblo. Por primera vez viví la incomprensión al defender a algún animal no humano, y me marché muy triste. Había iniciado mi etapa de antitaurino, aunque pasivamente.
Pasaron los años y un día mi pareja y yo adoptamos una gata recién nacida, porque la madre había tenido cachorros y los humanos con los que vivía no sabían qué hacer con ellos. A los pocos meses decidimos ampliar la familia con otra compañera felina, con la intención de que la primera no estuviera sola en nuestras ausencias por motivo de trabajo. Para ello acudí a una clínica veterinaria donde me mostraron una camada que iban a matar si nadie los acogía en pocos días, y ante mi pregunta de cuál iba a ser más difícilmente adoptable me señalaron a una de ellas, que tenía la mancha de la cara asimétrica (no era teóricamente tan “bonita” como las otras), lo que hizo que me decidiera sin dudarlo por ella.
La convivencia con ellas generó en nosotros una mayor empatía hacia otros animales, lo que posiblemente llevó a que pocos años después decidiéramos dedicar un tiempo a ayudar a los “animales”(3).*Nos hicimos voluntarios de la protectora de nuestra ciudad, ya que aún creíamos que los únicos animales que debían ser ayudados eran los perros, gatos, y toros y esta asociación coincidía con nuestro modo de ver la problemática animal. Estuvimos acudiendo todos los domingos y festivos, durante casi dos años, al refugio para alimentarlos, pasearlos, limpiar los recintos donde permanecían los perros y gatos, y realizar las múltiples tareas que nos iban encomendando. Allí pasábamos todo el día, de tal modo que hacíamos un descanso para comer.
En una de esas comidas, ocurrió el hecho que cambió definitivamente nuestro modo de actuar con respecto a los animales no humanos. Una de las voluntarias del refugio era vegana y nos dijo durante la comida, que no era coherente que nos desviviéramos por los perros y gatos mientras nos comíamos a otros animales cada día en forma de bocadillos de jamón o de atún. Recuerdo que reaccioné a la defensiva y le di mil excusas. La conversación fue crispada y mis respuestas fueron algo airadas.
Me había sentido atacado, y por primera vez en mi vida me estaba cuestionando totalmente y en profundidad si me estaba comportando éticamente con los animales no humanos.
(CONTINUA...)
TODOS/AS PODEMOS Y DEBEMOS DEJAR DE SER ESPECISTAS
Luis Pérez García
(Presidente de DefensAnimal.org)
Aunque a algunas personas pueda no parecérselo, la Navidad, con sus copiosas comidas a base de animales no humanos, las cestas de empresa, con regalos no menos llenos de “suculencias” para algunos, los regalos con trazos de la piel y pelo de “otros” individuos, es un momento tan bueno como cualquier otro para dejar de perjudicar a los animales no humanos en el día a día.
En este relato, Luis Pérez nos cuenta su experiencia personal desde la infancia, pidiendo a todos/as aquellos/as que aún son especistas que dejen de serlo y respeten a los demás animales con los que compartimos este planeta.
(Se permite, y agradece, la difusión de este texto, indicando la fuente: http://www.DefensAnimal.org/articulos/todxs_podemos.htm)
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Me crié en el seno de una familia que, como la mayoría de ellas, veía a los demás animales como seres inferiores, como recursos a explotar, sin cuestionarse nunca la legitimidad de lo que hacían con ellos, ni pensar si esos seres a los que diariamente explotaban merecían consideración ética.
Mis padres habían vivido en un pueblo, donde criaban conejos y gallinas, y cada año hacían la matanza del cerdo…*
…pero yo nací y crecí en una ciudad, por lo que sólo veía(1) a los demás animales que normalmente allí cohabitan (gatos, perros, gorriones, hormigas, moscas,...). Aún así, durante una de las visitas al pueblo de mis padres tuve mi primera gran relación con un animal no humano. Fue con una burra que “tenía” mi abuelo. Después de comer me iba a la cuadra a hacerle compañía, y sentía mucha ternura al verla allí sola, sin otra vida que la de ser obligada a servir de medio de transporte de cargas pesadas y que- dando recluida entre aquellas cuatro paredes de la cuadra durante horas, días y años, del mismo modo que se guardaban el resto de “herramientas de trabajo”.
Recuerdo mirarle a los ojos mientras acariciaba su cara...
Recuerdo su mirada de resignación, de sometimiento,...
Un año me dijeron que había muerto, sin querer darme más explicaciones. Con el tiempo me enteré de que su muerte fue debida a que mi abuelo se marchó a la ciudad y la burra “se la quedó”*un vecino(2) ,*que al parecer dejó que se muriera de hambre y frío.
Lloré desconsoladamente al enterarme de su muerte, lamentando no haber podido estar a su lado haciéndole compañía, en lugar de morir en la más absoluta soledad entre las cuatro frías paredes de la cuadra, sobre sus excrementos y orines.
Podría parecer que era un niño que respetaba a los animales no humanos, pero en realidad no era así, ya que por aquél entonces fantaseaba con que yo era torero (debido a que mi padre era taurino), jugando con las toallas como si fueran capotes, e imaginándome que “mataba” a los toros tras cuadrarlos (situación en la que el toro apoya sus manos a la misma distancia para que la espada entre mejor y más profunda). Me imaginaba los últimos momentos del toro tras haberle clavado la espada, y no sentía pena o tristeza. El momento final de una corrida de toros lo veía como algo normal ya que había sido educado a ver la agonía del animal no humano como parte de la fiesta, sin connotaciones negativas.
Mi afición taurina sólo quedaba en la fantasía y no producía una afectación para aquellos individuos. Por el contrario sí que provoqué e hice mucho daño a multitud de individuos en mi niñez. Quemé, mutilé, ahogué y aplasté a decenas de insectos (hormigas y moscas). Ahora intento analizar el porqué de mi modo de actuar, y supongo que sería originada por la curiosidad. Lo que recuerdo es la imagen de mi madre acercándose a mí para decirme que íbamos a cenar y aunque veía lo que estaba haciendo no me lo recriminaba. Era la típica y lamentable situación en la que se suele decir que es algo normal de los niños, sin importar lo que estuvieran sufriendo los individuos que habían caído en mis manos. Éste era un ejemplo más de la educación especista que recibía de mis padres, y que a su vez ellos habían recibido de mis abuelos.
Un día mi padre me llevó a cazar. Recuerdo que dentro de mí se crearon una mezcla de sensaciones desagradables al ver que los conejos tenían que huir de mi padre y sus amigos. Me daban pena. Afortunadamente la puntería de mi padre no era buena, pero uno de sus disparos hirió a uno de los conejos. Horas después lo llevamos a casa, donde por primera vez en mi vida vi como mataban a “alguien”. Siempre recordaré la imagen de mi madre asesinando al conejo mediante golpes en la nuca con el canto de su mano extendida, mientras lo mantenía colgado sujetando sus piernas con la otra mano. Fueron muchos los golpes que recibió el conejo, hasta que dejó de moverse... hasta que lo mató.
Me encontraba muy triste ante lo que acababa de presenciar. Me daba pena el conejo que acababan de matar... pero mis padres me tranquilizaron de tal modo que me comí la comida que incluía el cadáver troceado de ese individuo que hacía escasos minutos estaba vivo y había luchado por seguir disfrutando de su vida.
Luego hubo una etapa sin nada que reseñar al respecto, hasta que inicié mis estudios en la Universidad. Entre los estudiantes hice un grupo de amigos/as, y dentro de las actividades lúdicas que realizábamos se encontraba el acudir cada año a las fiestas del pueblo de una compañera. Uno de los festejos que se realizaban allí era el “toro embolado”, de tal modo que con bastante alcohol encima participaba en aquél acto en el que yo era uno más de los que corrían delante del toro, hasta colarme en las barreras para que no me pillara. Nunca olvidaré la situación en la que estando yo detrás de los barrotes, el toro se paró unos segundos frente a mí, a un metro escaso, mirándome mientras le caían las briznas de fuego de las teas que le habían colocado en sus cuernos. “Yo miraba pero no veía”. Era uno más de los integrantes de esa jauría humana, dejándome llevar, sin pararme a pensar en lo que estaba sintiendo el toro, ni en las consecuencias de mis actos.
Esto se repitió durante 3 años, hasta que otra amiga nos invitó a las fiestas de su pueblo, donde en lugar de hacer el toro embolado se divertían usando vaquillas. Aquí se produjo un hecho significativo en mi vida.
En esta ocasión me planteé verlo como espectador desde cierta distancia (no recuerdo el motivo), y eso hizo que pudiera verlo de un modo más objetivo. Observé cómo la gente se reía de la vaquilla, cómo la engañaban haciéndole correr para luego
esconderse cobardemente detrás de unas barreras. Desde la distancia vi por primera vez lo que antes no veía... por primera vez vi a un individuo siendo utilizado para reírse y divertirse a costa de él, y me dio pena. Pero, minutos después, lo que terminó de convencer- me, fue el hecho de presenciar cómo una señora de edad avanzada mostraba desde su balcón un palo muy largo acabado en un pincho, e intentaba clavárselo a la vaquilla cuando pasaba por debajo. Afortunadamente no lo consiguió, pero por mis mejillas empezaron a caer lágrimas de tristeza ante lo que estaba viendo. Por primera vez en mi vida había empatizado con esos individuos a los que en mi infancia había imaginado asesinando. Lloré de impotencia, y deseé parar todo aquello, pero era consciente de que no podía enfrentarme a aquella gente.
Comuniqué a mis amigos que me marchaba de allí, lo que provocó el enfado de la compañera que nos había invitado, ya que lo consideró como un desprecio a su pueblo. Por primera vez viví la incomprensión al defender a algún animal no humano, y me marché muy triste. Había iniciado mi etapa de antitaurino, aunque pasivamente.
Pasaron los años y un día mi pareja y yo adoptamos una gata recién nacida, porque la madre había tenido cachorros y los humanos con los que vivía no sabían qué hacer con ellos. A los pocos meses decidimos ampliar la familia con otra compañera felina, con la intención de que la primera no estuviera sola en nuestras ausencias por motivo de trabajo. Para ello acudí a una clínica veterinaria donde me mostraron una camada que iban a matar si nadie los acogía en pocos días, y ante mi pregunta de cuál iba a ser más difícilmente adoptable me señalaron a una de ellas, que tenía la mancha de la cara asimétrica (no era teóricamente tan “bonita” como las otras), lo que hizo que me decidiera sin dudarlo por ella.
La convivencia con ellas generó en nosotros una mayor empatía hacia otros animales, lo que posiblemente llevó a que pocos años después decidiéramos dedicar un tiempo a ayudar a los “animales”(3).*Nos hicimos voluntarios de la protectora de nuestra ciudad, ya que aún creíamos que los únicos animales que debían ser ayudados eran los perros, gatos, y toros y esta asociación coincidía con nuestro modo de ver la problemática animal. Estuvimos acudiendo todos los domingos y festivos, durante casi dos años, al refugio para alimentarlos, pasearlos, limpiar los recintos donde permanecían los perros y gatos, y realizar las múltiples tareas que nos iban encomendando. Allí pasábamos todo el día, de tal modo que hacíamos un descanso para comer.
En una de esas comidas, ocurrió el hecho que cambió definitivamente nuestro modo de actuar con respecto a los animales no humanos. Una de las voluntarias del refugio era vegana y nos dijo durante la comida, que no era coherente que nos desviviéramos por los perros y gatos mientras nos comíamos a otros animales cada día en forma de bocadillos de jamón o de atún. Recuerdo que reaccioné a la defensiva y le di mil excusas. La conversación fue crispada y mis respuestas fueron algo airadas.
Me había sentido atacado, y por primera vez en mi vida me estaba cuestionando totalmente y en profundidad si me estaba comportando éticamente con los animales no humanos.
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