arropitalls
10-sep-2009, 16:31
NATURALEZA DEVASTADA
Félix Rodrigo Mora
Sacado de aquí: http://renderen1.blogspot.com/2009/06/n ... stada.html
La observación de la actividad agrícola y del estado de los bosques en el presente muestra, como rasgo cada vez más destacado, el ascenso, en número, extensión y gravedad, de las plagas y enfermedades de los cultivos y del arbolado. Ello impone, por un lado, un uso creciente de fitoquímicos, en la agricultura convencional, y de venenos de origen vegetal u orgánico, que no son inocuos ni para la entomofauna auxiliar (incluidas las abejas) ni para las aves beneficiosas ni para los “consumidores de salud”, en la agricultura ecológica capitalista. Por otro, el recrudecimiento de patologías ocasiona los rendimientos decrecientes relativos en las diversas formas de agricultura, suceso cardinal que se ha puesto de manifiesto en los últimos 20 años.
Las causas de tan preocupante estado de cosas están en la raíz misma del actual orden social, por lo que no pueden ser superadas o solventadas (salvo de manera parcial y transitoria, y sólo para empeorar, por lo general, aún más la situación a largo plazo) con recetas fáciles e indoloras, como preconizan algunos, sin transformar de forma total-suficiente el vigente sistema político, que ha hecho de la agricultura y el medio ambiente su rehén. Así se desprende incluso de la simple enumeración de los más significativos factores causales del estado ascendente de las patologías agrarias y silvícolas: 1) degradación de los suelos, hiper-erosión y desertificación; 2) disminución y creciente irregularidad de las precipitaciones, con ampliación de la sequía estival, letal en las áreas de clima mediterráneo; 3) mala calidad de las aguas de riego; 4) uso a colosal escala de maquinaria, en particular de la pesada, inevitable al estar la gran mayoría de la población confinada en las áreas urbanas; 5) ruptura de los nexos naturales entre agricultura, ganadería y silvicultura; 6) acidificación y contaminación por metales pesados de las tierras, lo que es imposible de evitar en una sociedad urbana e industrial, 7) uso de especies y variedades supuestamente más “productivas” pero en realidad cada vez más enfermizas y vulnerables; 8) generalización del trabajo asalariado en la actividad agraria, resultante del auge del nuevo latifundismo de las sociedades mercantiles, notable por la baja calidad de su quehacer y por el maltrato que da a suelos y masas forestales; 9) uso creciente de productos tóxicos, químicos o vegetales, así como de prácticas atentatorias contra la salud de los suelos, como el desherbado térmico de la agricultura ecológica; 10) dramático retroceso del bosque autóctono, con sus secuelas, disminución de las lluvias, cambios negativos en el clima, acidificación y declive del porcentaje de materia orgánica de los suelos; 11) dominio cada día mayor del ente estatal sobre el agro, como Estado español y como Unión Europea, lo que somete la agricultura a la devastadora lógica de la razón de Estado.
En todo ello hay poco de novedoso. El debilitamiento que la modernidad (cuya esencia es el auge del artefacto estatal y de sus criaturas) está ocasionando en el medio agrario y natural es estudiado con detalle por Isabel Azcárate en “Plagas agrícolas y forestales (siglos XVIII y XIX)”, obra minuciosa, si bien no exenta del filisteismo propio del mundo académico, el cual lleva a eludir la cuestión más espinosa e importante, la responsabilidad fundamental del Estado en los males que azotan, cada vez con mayor furor, a campiñas y serranías indistintamente. Así, el inicio de la modernidad en nuestros bosques ha de fecharse en 1748, cuando es promulgada la Ordenanza de Montes de Marina, que entregaba a punta de bayoneta una buena parte del bosque alto maderable, en general de naturaleza comunal, a la marina de guerra, para la construcción y reparación de los navíos de combate que demandaba el mantenimiento de las colonias americanas y la pugna con la otra gran potencia, Inglaterra, por la hegemonía mundial. Desde entonces, las perentorias exigencias del aparato estatal han determinado, como causa primera la marcha de la agricultura, lo que se pone de manifiesto en la nefasta obra de Jovellanos, el “Informe de Ley Agraria” de 1795, quintaesencia del pensamiento ilustrado, que progresistas, hipermodernos, socialdemócratas e izquierdistas loan con ardor, precisamente porque impone la hegemonía del artefacto estatal en el agro (lo que está enunciado incluso en el título, pues tal significa “Ley Agraria”), además de instituir la propiedad privada capitalista y la hegemonía del aciago “interés particular”, lo que ha terminado por liquidar la libertad política y civil, los bienes comunales o concejiles y los múltiples sistemas de ayuda mutua propios de la ruralidad de antaño.
El texto de Azcárate muestra que desde finales del siglo XVIII las enfermedades y plagas de los cultivos y de los montes se recrudecen. Un ejemplo de ello es la tinta del castaño, que en pocos años, junto con otras patologías, nos privará de este maravilloso árbol, la cual era desconocida hasta finales del siglo XVIII, lo que indica que era de presencia e importancia desdeñables. Hoy lamentamos, tras la grafiosis, que ha liquidado casi por completo al olmo, árbol emblemático del mundo agrario tradicional, bajo cuyos ejemplares más copudos se solía reunir el concejo abierto aldeano, “la seca” de los quercus, que está destruyendo miles y miles de encinas, robles y otros cada año. Las investigaciones no han logrado hallar un agente patógeno causal y, lo más probable, es que resulte del debilitamiento de las masas arbóreas por la sequía estival resultante de la cerealización y deforestación a descomunal escala, los agentes tóxicos que, provenientes de las ciudades y áreas industriales, son difundidos a través del aire y la lluvia, y las pésimas prácticas silvícolas que ingenieros, doctores y otros expertos dan al monte.
Frente, al parecer, imparable decaimiento de los actuales cultivos, acosado por las enfermedades y las plagas, se yergue la vitalidad de las adventicias, las “malas hierbas” de los oficialistas. Es significativo que para combatirlas haya que acudir, en la agricultura convencional, al uso de tóxicos muy potentes, en la forma de herbicidas, que se han de aplicar en dosis crecientes y combinadas cada año agrícola, debido a que aquéllas se hacen progresivamente inmunes y sobreviven. El dato a retener es que el 60% al menos de las “malas hierbas” pueden usarse como alimento humano o como forraje, lo que indica en qué dirección ha de buscarse una solución al vigente estado de cosas. Pero el obstáculo es político, pues tales vegetales han de consumirse, por lo general, sobre el terreno, lo que significa que en las sociedades urbanas, donde la gran mayoría de la población vive en ciudades, su utilización a gran escala no es posible, lo que nos deja a merced de la alimentación basada en productos de la agricultura, con la enorme cantidad de nocividades que ello lleva aparejado. Las ciudades “sostenibles” que preconizan ciertos autores socialdemócratas de izquierdas, como Sevilla Guzmán, Naredo, Martínez Alier, González de Molina, Labrador y otros, son, ante todo, ciudades, por tanto realidades biócidas de manera constitutiva e irremediable, como lo evidencia el caso considerado.
Félix Rodrigo Mora
Sacado de aquí: http://renderen1.blogspot.com/2009/06/n ... stada.html
La observación de la actividad agrícola y del estado de los bosques en el presente muestra, como rasgo cada vez más destacado, el ascenso, en número, extensión y gravedad, de las plagas y enfermedades de los cultivos y del arbolado. Ello impone, por un lado, un uso creciente de fitoquímicos, en la agricultura convencional, y de venenos de origen vegetal u orgánico, que no son inocuos ni para la entomofauna auxiliar (incluidas las abejas) ni para las aves beneficiosas ni para los “consumidores de salud”, en la agricultura ecológica capitalista. Por otro, el recrudecimiento de patologías ocasiona los rendimientos decrecientes relativos en las diversas formas de agricultura, suceso cardinal que se ha puesto de manifiesto en los últimos 20 años.
Las causas de tan preocupante estado de cosas están en la raíz misma del actual orden social, por lo que no pueden ser superadas o solventadas (salvo de manera parcial y transitoria, y sólo para empeorar, por lo general, aún más la situación a largo plazo) con recetas fáciles e indoloras, como preconizan algunos, sin transformar de forma total-suficiente el vigente sistema político, que ha hecho de la agricultura y el medio ambiente su rehén. Así se desprende incluso de la simple enumeración de los más significativos factores causales del estado ascendente de las patologías agrarias y silvícolas: 1) degradación de los suelos, hiper-erosión y desertificación; 2) disminución y creciente irregularidad de las precipitaciones, con ampliación de la sequía estival, letal en las áreas de clima mediterráneo; 3) mala calidad de las aguas de riego; 4) uso a colosal escala de maquinaria, en particular de la pesada, inevitable al estar la gran mayoría de la población confinada en las áreas urbanas; 5) ruptura de los nexos naturales entre agricultura, ganadería y silvicultura; 6) acidificación y contaminación por metales pesados de las tierras, lo que es imposible de evitar en una sociedad urbana e industrial, 7) uso de especies y variedades supuestamente más “productivas” pero en realidad cada vez más enfermizas y vulnerables; 8) generalización del trabajo asalariado en la actividad agraria, resultante del auge del nuevo latifundismo de las sociedades mercantiles, notable por la baja calidad de su quehacer y por el maltrato que da a suelos y masas forestales; 9) uso creciente de productos tóxicos, químicos o vegetales, así como de prácticas atentatorias contra la salud de los suelos, como el desherbado térmico de la agricultura ecológica; 10) dramático retroceso del bosque autóctono, con sus secuelas, disminución de las lluvias, cambios negativos en el clima, acidificación y declive del porcentaje de materia orgánica de los suelos; 11) dominio cada día mayor del ente estatal sobre el agro, como Estado español y como Unión Europea, lo que somete la agricultura a la devastadora lógica de la razón de Estado.
En todo ello hay poco de novedoso. El debilitamiento que la modernidad (cuya esencia es el auge del artefacto estatal y de sus criaturas) está ocasionando en el medio agrario y natural es estudiado con detalle por Isabel Azcárate en “Plagas agrícolas y forestales (siglos XVIII y XIX)”, obra minuciosa, si bien no exenta del filisteismo propio del mundo académico, el cual lleva a eludir la cuestión más espinosa e importante, la responsabilidad fundamental del Estado en los males que azotan, cada vez con mayor furor, a campiñas y serranías indistintamente. Así, el inicio de la modernidad en nuestros bosques ha de fecharse en 1748, cuando es promulgada la Ordenanza de Montes de Marina, que entregaba a punta de bayoneta una buena parte del bosque alto maderable, en general de naturaleza comunal, a la marina de guerra, para la construcción y reparación de los navíos de combate que demandaba el mantenimiento de las colonias americanas y la pugna con la otra gran potencia, Inglaterra, por la hegemonía mundial. Desde entonces, las perentorias exigencias del aparato estatal han determinado, como causa primera la marcha de la agricultura, lo que se pone de manifiesto en la nefasta obra de Jovellanos, el “Informe de Ley Agraria” de 1795, quintaesencia del pensamiento ilustrado, que progresistas, hipermodernos, socialdemócratas e izquierdistas loan con ardor, precisamente porque impone la hegemonía del artefacto estatal en el agro (lo que está enunciado incluso en el título, pues tal significa “Ley Agraria”), además de instituir la propiedad privada capitalista y la hegemonía del aciago “interés particular”, lo que ha terminado por liquidar la libertad política y civil, los bienes comunales o concejiles y los múltiples sistemas de ayuda mutua propios de la ruralidad de antaño.
El texto de Azcárate muestra que desde finales del siglo XVIII las enfermedades y plagas de los cultivos y de los montes se recrudecen. Un ejemplo de ello es la tinta del castaño, que en pocos años, junto con otras patologías, nos privará de este maravilloso árbol, la cual era desconocida hasta finales del siglo XVIII, lo que indica que era de presencia e importancia desdeñables. Hoy lamentamos, tras la grafiosis, que ha liquidado casi por completo al olmo, árbol emblemático del mundo agrario tradicional, bajo cuyos ejemplares más copudos se solía reunir el concejo abierto aldeano, “la seca” de los quercus, que está destruyendo miles y miles de encinas, robles y otros cada año. Las investigaciones no han logrado hallar un agente patógeno causal y, lo más probable, es que resulte del debilitamiento de las masas arbóreas por la sequía estival resultante de la cerealización y deforestación a descomunal escala, los agentes tóxicos que, provenientes de las ciudades y áreas industriales, son difundidos a través del aire y la lluvia, y las pésimas prácticas silvícolas que ingenieros, doctores y otros expertos dan al monte.
Frente, al parecer, imparable decaimiento de los actuales cultivos, acosado por las enfermedades y las plagas, se yergue la vitalidad de las adventicias, las “malas hierbas” de los oficialistas. Es significativo que para combatirlas haya que acudir, en la agricultura convencional, al uso de tóxicos muy potentes, en la forma de herbicidas, que se han de aplicar en dosis crecientes y combinadas cada año agrícola, debido a que aquéllas se hacen progresivamente inmunes y sobreviven. El dato a retener es que el 60% al menos de las “malas hierbas” pueden usarse como alimento humano o como forraje, lo que indica en qué dirección ha de buscarse una solución al vigente estado de cosas. Pero el obstáculo es político, pues tales vegetales han de consumirse, por lo general, sobre el terreno, lo que significa que en las sociedades urbanas, donde la gran mayoría de la población vive en ciudades, su utilización a gran escala no es posible, lo que nos deja a merced de la alimentación basada en productos de la agricultura, con la enorme cantidad de nocividades que ello lleva aparejado. Las ciudades “sostenibles” que preconizan ciertos autores socialdemócratas de izquierdas, como Sevilla Guzmán, Naredo, Martínez Alier, González de Molina, Labrador y otros, son, ante todo, ciudades, por tanto realidades biócidas de manera constitutiva e irremediable, como lo evidencia el caso considerado.