felkia
06-ago-2008, 10:26
Hagamos un ejercicio de imaginación apocalíptica de la mano de los expertos. ¿Cómo sería el planeta si de repente desapareciéramos todos? ¿Qué pasaría un día después? ¿Y pasados 300.000 años? Ciudades invadidas por la vegetación y las fieras. Atmósfera radiactiva. El viaje resulta inquietante.
Imagine por un momento que un día se despierta y descubre que es el único habitante de la Tierra. De la noche a la mañana, la totalidad de la humanidad se ha evaporado por arte de magia. Si vive en una ciudad, descubrirá que las calles están vacías, los automóviles detenidos, aunque los ciclos de los semáforos prosigan. Las chimeneas de algunas fábricas en las afueras siguen echando humo, pero ya no hay nadie en su interior. Las luces de emergencia nocturnas siguen vigentes en los edificios de las grandes compañías, hospitales, grandes almacenes? y los paneles luminosos de los anuncios comerciales se encienden y apagan como si nada. Se siente alarmado, presa de una mezcla indefinible de soledad y cosas que funcionan solas. Enciende los interruptores de su casa. Aún hay luz. La nevera funciona. Pero la radio escupe un siseo, sin voces ni música, y lo mismo sucede con la televisión: una carta de ajuste, o simple nieve electrostática.
Y se pregunta: ¿qué va a ocurrir? ¿Persistirá el suministro eléctrico? ¿Hasta cuándo? Intuye que no va a tener problemas en alimentarse; bastará romper las cerraduras de cualquier comercio. ¿Y qué va a suceder dentro de un año?, ¿y de diez? O quizá, en su imaginación, pueda transportarse al futuro, un siglo hacia adelante, o pongamos diez siglos, cientos de miles de años, millones de años. ¿Cómo cambiará el mundo, las ciudades, los animales y el clima? ¿Podría la naturaleza curarse del indudable daño cometido por el hombre? Sin duda, se trata de un experimento de la ecología imposible de realizar. Para encontrar una respuesta, Alan Weisman, profesor de periodismo científico de la Universidad de Arizona y reputado escritor de ensayos científicos en revistas como Discover o The New York Times, decidió consultar con decenas de expertos en ecología, biología de la extinción e ingenieros, y agrupar todas las respuestas en un libro que acaba de ver la luz en Estados Unidos, The world without us (El mundo sin nosotros. Editorial Debate).
Llegará un momento en que los interruptores de la luz no funcionen. La mayoría de las centrales eléctricas tienen sistemas de seguridad que cortan el funcionamiento si detectan que no existe mantenimiento por parte de los seres humanos. Las térmicas ?que queman carbón o petróleo para producir electricidad? serían las primeras en pararse. En cuanto a las centrales hidroeléctricas, una tormenta puede jugar una mala pasada en cualquier momento; las ramas y desperdicios que recibe una presa podrían obstaculizar la salida de agua y la producción eléctrica. Weisman describe el caso de la ciudad de Panamá, donde "los seres humanos controlan la fuerza del caudal del río Chagres para ver cuándo tienen que abrir las esclusas y dejar pasar el agua". Sin ese control, la electricidad no tardaría en esfumarse. Cuestión de pocos días.
Si usted viviera en una ciudad alimentada por una central nuclear, es posible que consiguiera un poco de tiempo extra de energía, aunque el precio le saldría caro. Sin mantenimiento, una nuclear corta el suministro de electricidad, aunque lo último en dejar de funcionar dentro de su sistema nervioso sería el circuito de agua que refrigera el reactor. La central de Palo Verde, en EE UU, es una de las más modernas, y dispone de generadores diésel capaces de mantener vivo este circuito durante siete días. Después, sin agua que lo enfríe, el reactor se fundiría. Las 441 plantas nucleares que existen en el mundo entrarían, una a una, en piloto automático, y se quemarían, liberando su contenido radiactivo a la atmósfera. Y sólo han transcurrido diez días desde que empezó la pesadilla: ahora, el mundo que antes conocía está a oscuras. Y su aire es mucho más radiactivo.
Con el tiempo, los edificios y las estructuras urbanas tampoco permanecerían impasibles. El gran enemigo, dice Weisman, es el agua. En el caso de la isla de Manhattan, muy rica en fuentes y acuíferos subterráneos, los ingenieros tienen constantemente que bombear agua para que no se inunden los túneles del metro, que quedarían anegados en un par de días. Algo parecido podría ocurrir con Londres, Washington y Nueva York. Aunque Weisman no ha estudiado el caso de Madrid, sin duda el hecho de tener un río como el Manzanares ofrece la posibilidad de que en el futuro se desborde. Con el tiempo, el agua deshace el hormigón. Incluso aunque esté infiltrado por barras de acero o hierro, el agua terminará por oxidarlas. Y un metal oxidado se expande, resquebrajando el hormigón que lo envuelve. No es necesario viajar al futuro para que ocurra. Incluso con mantenimiento e ingenieros, el agua ha ocasionado desastres en infraestructuras imponentes. A principios del pasado agosto, un puente de Mineápolis, en EE UU, se desplomó, con su entramado metálico retorcido, causando la muerte a siete personas. Ya se habían detectado signos de corrosión en la estructura del puente y pérdidas de hormigón, según Weisman.
Transcurrido un año, la ciudad en la que usted vive ya ofrece un aspecto distinto. El pavimento de las calles se ha agrietado, consecuencia del agua infiltrada que en invierno se congela, y se expande cuando vengan tiempos más calurosos (todo el mundo sabe que no se puede meter una botella de agua en el congelador). En esas grietas comienzan a brotar plantas y musgos, y tras unos cuantos años, árboles. ¿De dónde han salido? Las semillas que proceden de árboles como el ailanto ?un árbol ornamental de crecimiento rápido, bastante común en una ciudad como Nueva York o Madrid? no han sido barridas ni retiradas de las calles. Este invasor procedente de China lanza sus raíces a más de cien metros de profundidad, y es capaz de superar con facilidad los veinte metros de altura. El ailanto y otras especies arbóreas se expandirán sin necesidad de jardineros. En la capital española, de acuerdo con Ginés López González, experto del Real Jardín Botánico de Madrid, la falta de riego pondría difícil las cosas a algunos árboles y abriría el camino a otros, como el olmo siberiano, "capaz de nacer entre las grietas de los adoquines y en los muros".
En cuanto a las casas, el proceso destructivo empieza en los techos, que conectan una pared vertical con otra, y que son los puntos más débiles. En esas uniones golpeará el agua. Las goteras inevitables. "Cualquier persona que se ocupe del mantenimiento de edificios lo sabe", explica Weisman. En una o dos décadas, la estabilidad de muchos techos estará comprometida. Y acabarán por derrumbarse en 50, puede que en 80 años. Aunque en España muchas cubiertas están hechas con tejas de cerámica, muy resistentes, lo cierto es que las goteras y la gravedad terminarán el trabajo. La mayoría de las casas que antes cobijaban a seres humanos se abrirán a la intemperie para su colonización. En cien años quizá.
Y los edificios más grandes, como los grandes museos, puede que duren un poco más, quizá dos siglos, aunque inevitablemente el agua y la humedad aumentarán en su interior ?especialmente en los niveles más subterráneos? hasta el punto de arruinar la mayoría de las obras de arte, en lo que Weisman califica como "un criadero de insectos". La humedad y las materias orgánicas son un caldo perfecto para la explosión de las bacterias; pinturas y frescos arruinados, obras de arte, libros, películas? sin las personas que se encargan de su cuidado, la inmensa mayoría del arte humano desaparecerá. No es lo mismo preservar las obras del pasado, por muy deterioradas que estén, que dejarlas a la intemperie. Si exceptuamos las cerámicas. Son extraordinariamente resistentes al paso del tiempo. El barro quedaría casi como el único elemento para que el arte sobreviva al tiempo.
Imagine por un momento que un día se despierta y descubre que es el único habitante de la Tierra. De la noche a la mañana, la totalidad de la humanidad se ha evaporado por arte de magia. Si vive en una ciudad, descubrirá que las calles están vacías, los automóviles detenidos, aunque los ciclos de los semáforos prosigan. Las chimeneas de algunas fábricas en las afueras siguen echando humo, pero ya no hay nadie en su interior. Las luces de emergencia nocturnas siguen vigentes en los edificios de las grandes compañías, hospitales, grandes almacenes? y los paneles luminosos de los anuncios comerciales se encienden y apagan como si nada. Se siente alarmado, presa de una mezcla indefinible de soledad y cosas que funcionan solas. Enciende los interruptores de su casa. Aún hay luz. La nevera funciona. Pero la radio escupe un siseo, sin voces ni música, y lo mismo sucede con la televisión: una carta de ajuste, o simple nieve electrostática.
Y se pregunta: ¿qué va a ocurrir? ¿Persistirá el suministro eléctrico? ¿Hasta cuándo? Intuye que no va a tener problemas en alimentarse; bastará romper las cerraduras de cualquier comercio. ¿Y qué va a suceder dentro de un año?, ¿y de diez? O quizá, en su imaginación, pueda transportarse al futuro, un siglo hacia adelante, o pongamos diez siglos, cientos de miles de años, millones de años. ¿Cómo cambiará el mundo, las ciudades, los animales y el clima? ¿Podría la naturaleza curarse del indudable daño cometido por el hombre? Sin duda, se trata de un experimento de la ecología imposible de realizar. Para encontrar una respuesta, Alan Weisman, profesor de periodismo científico de la Universidad de Arizona y reputado escritor de ensayos científicos en revistas como Discover o The New York Times, decidió consultar con decenas de expertos en ecología, biología de la extinción e ingenieros, y agrupar todas las respuestas en un libro que acaba de ver la luz en Estados Unidos, The world without us (El mundo sin nosotros. Editorial Debate).
Llegará un momento en que los interruptores de la luz no funcionen. La mayoría de las centrales eléctricas tienen sistemas de seguridad que cortan el funcionamiento si detectan que no existe mantenimiento por parte de los seres humanos. Las térmicas ?que queman carbón o petróleo para producir electricidad? serían las primeras en pararse. En cuanto a las centrales hidroeléctricas, una tormenta puede jugar una mala pasada en cualquier momento; las ramas y desperdicios que recibe una presa podrían obstaculizar la salida de agua y la producción eléctrica. Weisman describe el caso de la ciudad de Panamá, donde "los seres humanos controlan la fuerza del caudal del río Chagres para ver cuándo tienen que abrir las esclusas y dejar pasar el agua". Sin ese control, la electricidad no tardaría en esfumarse. Cuestión de pocos días.
Si usted viviera en una ciudad alimentada por una central nuclear, es posible que consiguiera un poco de tiempo extra de energía, aunque el precio le saldría caro. Sin mantenimiento, una nuclear corta el suministro de electricidad, aunque lo último en dejar de funcionar dentro de su sistema nervioso sería el circuito de agua que refrigera el reactor. La central de Palo Verde, en EE UU, es una de las más modernas, y dispone de generadores diésel capaces de mantener vivo este circuito durante siete días. Después, sin agua que lo enfríe, el reactor se fundiría. Las 441 plantas nucleares que existen en el mundo entrarían, una a una, en piloto automático, y se quemarían, liberando su contenido radiactivo a la atmósfera. Y sólo han transcurrido diez días desde que empezó la pesadilla: ahora, el mundo que antes conocía está a oscuras. Y su aire es mucho más radiactivo.
Con el tiempo, los edificios y las estructuras urbanas tampoco permanecerían impasibles. El gran enemigo, dice Weisman, es el agua. En el caso de la isla de Manhattan, muy rica en fuentes y acuíferos subterráneos, los ingenieros tienen constantemente que bombear agua para que no se inunden los túneles del metro, que quedarían anegados en un par de días. Algo parecido podría ocurrir con Londres, Washington y Nueva York. Aunque Weisman no ha estudiado el caso de Madrid, sin duda el hecho de tener un río como el Manzanares ofrece la posibilidad de que en el futuro se desborde. Con el tiempo, el agua deshace el hormigón. Incluso aunque esté infiltrado por barras de acero o hierro, el agua terminará por oxidarlas. Y un metal oxidado se expande, resquebrajando el hormigón que lo envuelve. No es necesario viajar al futuro para que ocurra. Incluso con mantenimiento e ingenieros, el agua ha ocasionado desastres en infraestructuras imponentes. A principios del pasado agosto, un puente de Mineápolis, en EE UU, se desplomó, con su entramado metálico retorcido, causando la muerte a siete personas. Ya se habían detectado signos de corrosión en la estructura del puente y pérdidas de hormigón, según Weisman.
Transcurrido un año, la ciudad en la que usted vive ya ofrece un aspecto distinto. El pavimento de las calles se ha agrietado, consecuencia del agua infiltrada que en invierno se congela, y se expande cuando vengan tiempos más calurosos (todo el mundo sabe que no se puede meter una botella de agua en el congelador). En esas grietas comienzan a brotar plantas y musgos, y tras unos cuantos años, árboles. ¿De dónde han salido? Las semillas que proceden de árboles como el ailanto ?un árbol ornamental de crecimiento rápido, bastante común en una ciudad como Nueva York o Madrid? no han sido barridas ni retiradas de las calles. Este invasor procedente de China lanza sus raíces a más de cien metros de profundidad, y es capaz de superar con facilidad los veinte metros de altura. El ailanto y otras especies arbóreas se expandirán sin necesidad de jardineros. En la capital española, de acuerdo con Ginés López González, experto del Real Jardín Botánico de Madrid, la falta de riego pondría difícil las cosas a algunos árboles y abriría el camino a otros, como el olmo siberiano, "capaz de nacer entre las grietas de los adoquines y en los muros".
En cuanto a las casas, el proceso destructivo empieza en los techos, que conectan una pared vertical con otra, y que son los puntos más débiles. En esas uniones golpeará el agua. Las goteras inevitables. "Cualquier persona que se ocupe del mantenimiento de edificios lo sabe", explica Weisman. En una o dos décadas, la estabilidad de muchos techos estará comprometida. Y acabarán por derrumbarse en 50, puede que en 80 años. Aunque en España muchas cubiertas están hechas con tejas de cerámica, muy resistentes, lo cierto es que las goteras y la gravedad terminarán el trabajo. La mayoría de las casas que antes cobijaban a seres humanos se abrirán a la intemperie para su colonización. En cien años quizá.
Y los edificios más grandes, como los grandes museos, puede que duren un poco más, quizá dos siglos, aunque inevitablemente el agua y la humedad aumentarán en su interior ?especialmente en los niveles más subterráneos? hasta el punto de arruinar la mayoría de las obras de arte, en lo que Weisman califica como "un criadero de insectos". La humedad y las materias orgánicas son un caldo perfecto para la explosión de las bacterias; pinturas y frescos arruinados, obras de arte, libros, películas? sin las personas que se encargan de su cuidado, la inmensa mayoría del arte humano desaparecerá. No es lo mismo preservar las obras del pasado, por muy deterioradas que estén, que dejarlas a la intemperie. Si exceptuamos las cerámicas. Son extraordinariamente resistentes al paso del tiempo. El barro quedaría casi como el único elemento para que el arte sobreviva al tiempo.