Creo que nadie en su sano juicio puede negar los efectos nocivos que poseen las radiaciones ionizantes sobre la salud. En la mayoría de centros donde se almacenan o se trabaja con isótopos radiactivos se obliga al personal a pasar algún curso de protección radiológica para minimizar la exposición a la radiactividad. Hace bastantes años me tocó asistir a uno de esos cursos en el MIT, ya que iba a trabajar con isótopos de fósforo que se emplean experimentos de biología molecular. El curso fue muy completo, además de un repaso de las normas básicas de seguridad se incluía una visión histórica del tema, en la cual había una sorpresa.
La sorpresa me la llevé cuando me presentaron productos radiactivos de uso común durante los años 1920-1940. El primero era un reloj aparentemente normal, al apagar la luz de las manecillas se hacían visibles en la oscuridad; nada raro pensé, yo tenía uno parecido en casa. Pero la diferencia entre ese reloj, fabricando alrededor de 1925, y el mío, de la década de los 80, estribaba en que mientras mi reloj poseía fósforo en las manecillas, la pieza histórica que nos mostraban tenía radio, el elemento químico y radiactivo descubierto por Marie Skłodowska Curie. También nos enseñaron una muñeca de un color naranja chillón, lo alucinante es que ese color tan llamativo había sido conseguido con sales de uranio, un compuesto tremendamente peligroso para caer en manos de niños.
Durante la primera mitad del siglo XX se unió el desconocimiento de los efectos nocivos de la radiactividad sobre la salud con la verborrea de los vendedores de humo. Y así nacieron productos de todo tipo que prometían beneficios en función de la maravillosa potencia que parecía dar esa nueva fuente de energía y luminosidad que estaba tan de moda en los departamentos de física de las mejores universidades del mundo. Repasemos algunos de los productos creados por los charlatanes.
Quizás el compuesto radiactivo más famoso sea el Radithor, que consiguió una patente para ser usado como medicina. En su composición había radio y fue distribuido por un charlatán llamado William Bailey, que se hizo rico con su venta entre 1920 y 1930. Este caso mereció incluso un artículo de Roger M. Macklis para la revista “Investigación y Ciencia” que se basó en un trabajo de investigación de Robely D. Evans del MIT. Radithor no era más que radio disuelto en agua destilada y prometía (como no) curar todas la enfermedades desde el cáncer (paradojas de la vida) hasta los problemas sexuales más graves. Radithor, se puso de moda gracias al buen trabajo de propaganda de Bailey, el cual ni era médico ni físico ni nada por el estilo, pero eso no le impidió afirmar que el radio diluido era beneficioso para la salud. Con esa peligrosa idea consiguió vender cerca del millón de botellas. Sin embargo la burbuja del radio pronto estalló. Empezó a inflarse cuando el magnate y deportista E.M. Byers decidió tomar Radithor para tratar una lesión que la medicina de la época no sabía tratar adecuadamente. Dicha lesión le producían dolores y molestias que le impedían hacer una vida normal. Tras las primeras tomas Byers aseguró sentirse mucho mejor (qué grande es el placebo) y llegó a publicitar el Radithor en su entorno, algo que a Bailey le vino muy bien, dado los buenos contactos que Byers poseía. Pero al cabo de unos pocos meses la salud de Byers se vino abajo estrepitosamente, quedó desfigurado, perdió muchísimo peso y sus huesos se volvieron quebradizos; falleció al poco tiempo. La investigación posterior determinó que la causa de la muerte fue envenenamiento por radio. Al poco llegaron noticias de otros envenenamientos producidos por Radithor, por lo que se prohibió su venta, el globo del radio se pinchó. A favor de Bailey podía afirmar que él mismo se tragó su historia, y también tomaba Radhitor. De eso no hay duda ya que hoy día tanto el cuerpo de Byers como el de Bailey siguen siendo radiactivos. Bailey murió consumido por el cáncer, pero muchos años más tarde, lo que lleva a concluir que cada persona reacciona de muy distinta forma ante un veneno, por lo que los experimentos se deben hacer siempre son gaseosa (y los diabéticos, mejor con agua).
Pero los charlatanes abundan y han abundando por todas partes, Bailey no podía ser el único que se le ocurriera emplear el radio para hacer negocio. Igual que hoy se alude a la física cuántica para vender cualquier magufada, entonces la moda estaba en la radiactividad, algo invisible con un misterioso poder. De esa forma, basándose en el “átomo” se generaron aplicaciones muy diversas, tales como: (1) Una crema facial que contenía 0.5 g de cloruro de torio y 0.25 g de bromuro de radio por cada 100 g de crema. Se vendió en Francia con el nombre de “Tho-Radia” y no quiero imaginar cómo quedarían esos cutis, (2) El “Radioendocrinator”, otra de las peligrosas “invenciones” de Bailey. Consistía en unas piezas de papel impregnadas en radio que debían colocarse bajo el escroto. Se vendían con la promesa de incrementar la vitalidad sexual, aunque seguramente un mechero hubiese sido menos peligroso. Se reportaron diversos casos de cáncer de vejiga tras su uso, (3) Supositorios con radio en su composición. Habéis leído bien, ¡supositorios! Se anunciaban con la doble misión de estimulador sexual y de cuidar la salud del intestino. La tercera misión que todos imagináis no se publicitaba para no disminuir ventas, (4) Productos alimenticios con radio. La industria alimentaria no quería quedarse atrás así que fabricó chocolates con radio (vendidos en Alemania entre 1931 y 1936, lástima que no se aficionaran unos cuantos que yo me sé y que andaban por allí en esa época); pan con trazas de radio que se vendió en la antigua Checoeslovaquia; Zoé, la “soda atómica”, un producto en el que he preferido no indagar demasiado para no matar mi capacidad de sorpresa en un solo artículo, o pasta de dientes con radio, para mantener la boca sana (aunque su contenido seguramente desapareciera).
Los niños no estaban exentos de sufrir una buena exposición, también se fabricaban productos radiactivos para ellos, como ejemplos tenemos a los muñecos con pinturas de uranio o juguetes de física recreativa como el llamado “Atomic lab”, que contenía uranio bajo la etiqueta de “producto radiactivo no peligroso”. Bonito oxímoron.
Parece que la única forma en la que muchas personas aprenden es a palos. Frente al analizar y el razonar, hasta que no les cae encima el peso de la evidencia no se convencen, lo malo es que entonces puede ser tarde. Eso fue lo que pasó con el tema de los efectos perniciosos para la salud de los productos radiactivos. Desde principios de siglo XX ya se empezó a conocer que los investigadores que trabajaban manipulando elementos radiactivos (lo hacían casi sin protección) acaban con serios problemas de salud. A pesar de ello estupendas campañas publicitarias, manejadas por charlatanes profesionales, hicieron creer a la gente que el radio diluido era fantástico para la salud. ¿Lo habían demostrado? No, pero eso ¿qué más da? El uso del radio durante los años 30, así como los efectos que sufrieron algunos trabajadores en el proyecto Manhattan, que acabó con la fabricación de la bomba atómica, convenció incluso a los más incrédulos de la peligrosidad de las radiaciones ionizantes. ¿A todos? No apostaría mi mano derecha, igual todavía existe por ahí alguna irreductible aldea con negacionistas del peligro de la radiactividad. ¿Acaso no hay quien todavía niega que la Tierra gira alrededor del Sol?
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