La semana pasada pasé por una experiencia curiosa que me hizo pensar bastante. Antes de ser vegana mis gustos gastronómicos eran prácticamente iguales a los de mi padre en lo que a caprichos se refiere. Puntualizo, adoraba las mollejas de pollo, los caracoles, el marisco... Pues bien, mi familia vino a visitarme. Mi padre tiene linfoma y está cada vez más delgado porque no come prácticamente nada. Aquí en Portugal lo típico en esta época del año son los caracoles y él dijo que tenía ganas de comerlos, pero que como nadie en la familia los come no iba a pedir un plato para él sólo. Yendo contra todos mis principios, y viendo la oportunidad de que él comiese algo agusto, cosa que hace meses que no pasa, le dije que compartía el plato con él (imagino que algún aldeano del foro ya está encendiendo las antorchas ). Ni que decir tiene que fue una excusa para que él comiese y me limité a comer tres o cuatro mientras sujetaba siempre uno en la mano para que pareciese que me estaba poniendo las botas. El caso es que después de tiempo sin comer nada animal volví a probar el plato que más he echado de menos durante estos años. Qué decepción! Ni mi paladar ni mi cabeza están ya preparados para este tipo de alimentos. Había mitificado totalmente el sabor de los caracoles como el manjar más delicioso y resulta que no tiene nada de especial y prefiero mil veces mi comida del día a día. Esta experiencia, por estúpida que parezca, me ha demostrado que las cosas que más nos gustaban no tienen absolutamente nada que ver con el sabor que recordamos con lo cual no merece la pena echarlas de menos, y que volver a ser omnívor@ después de ser vegan@ es imposible si tu ética es la base de tu dieta.
Nota: a pesar de todo, si las circunstancias fuesen las mismas repetiría de nuevo lo que hice aun a sabiendas de lo mal que iba a sentirme después.