Sentí cómo unos brazos me recogían del suelo, mojado por la lluvia, el charco del que yo no había podido salir por mi propio pie.
Me retorcí en cuanto noté que me elevaba, no sabía qué estaba pasando, no me había molestado en abrir los ojos.
De repente noté cómo esos brazos me apretaban delicadamente contra un cuerpo cálido. Me susurraba al oído muy bajito, parecía que no quería despertarme, pero yo lo escuchaba todo.
Me acunaba, me apretaba contra sí y me susurraba palabras que, por el tono, parecían de aliento.
Dejé de oponer la poca resistencia que podía ejercer y me dejé hacer, me dejé mecer por esos brazos que parecían querer reanimarme.
Sentí, por primera vez en mucho tiempo, el bienestar, la tranquilidad.
Los brazos me dejaron en un terreno mullido, pero no tan cálido como ellos.
Volví a tiritar, abrí los ojos.
Me sentí de nuevo desvalida, así que comencé a retorcerme.
Pero volvieron para tranquilizarme, al tiempo que me quitaban el pelo muerto y mojado resultante de la lluvia pegada a mi pelo largo, que en algún momento de mi vida fue brillante y liso.
Al principio pensé que me dolería, que ese artefacto ruidoso no podría hacer ningún bien, pero cuando me acostumbré al ruido y, al notar que cada vez tenía menos frio pegado al cuerpo, volví a cerrar los ojos y decidí descansar.
Me desperté al sentir que me trasladaban de nuevo.
Seguía tiritando, pero ya no tenía pelo mojado. La humedad parecía haber traspasado mi piel y haberme calado los huesos.
Me pusieron otra vez en un terreno mullido, esta vez de más grosor para que pudiera retener bien el poco calor que desprendía mi cuerpo.
Cuando me colocaron allí pataleé, alegando que prefería los brazos antes que aquel burdo sustituto calorífico, pero el cansancio fue ganando terreno a mi indignación, y acabé durmiendo de la manera más plácida que se podía dormir en mi situación.
A partir de ahí, perdí la noción del tiempo y el espacio.
Sé que me trasladaban de un lugar a otro, sé que me daban de comer y de beber en la boca una comida que en tiempos anteriores no recordaba haber probado, y que yo a veces rechazaba y otras veces aceptaba, las veces que me sentía con ánimo de volver a vivir.
A veces me levantaba y comía, pensando que quizás podría tener una nueva oportunidad.
A veces me sacaban, abría los ojos y veía que no estaba enjaulada, y conseguía levantarme y caminar, sin rumbo, pero caminaba, aquello era la máxima aspiración de libertad en mi condición.
Pero mi deterioro físico y mental ganaban la batalla a aquel optimismo brotado de la poca fuerza que habían conseguido transmitirme aquellos brazos y aquel torso cálido.
Los pocos dias de calor no podrían superar a la dura vida a la que me había visto sometida, ya vieja, desgastada, con un ojo ciego y esquelética.
Decidí quedarme con el recuerdo de la calidez y el bienestar de aquellos dias, para dejarme ir, poco a poco, mientras me despedía del mundo, sin rencor alguno, pensando que la justicia, para las especies no humanas, no existía más que en lugares como aquel, en los que pocas personas intentaban clamarla por nosotros, los sin voz ni voto.
Me dejé ir, pero supe que aquel cuerpo que intentaba alentarme sentiría mi pérdida, y me sentí querida, sintiendo que, al menos, alguien me recordaría.