no me he podido resistir, son una selección de esta web, pero en ella hay más
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Paquetes
En la pantalla servían paquetes de ideas prefabricadas sobre distintas cuestiones, con sólo acercar la yema de un dedo a una de las opciones el paquete estaba servido. Lo guardabas en una memoria externa (ya no era necesario memorizar nada) y listo, te podías considerar una persona instruida.
No se permitía desenvolver ningún paquete para destripar las verdades incluidas y averiguar qué había de cierto en ellas, cada quien guardaba su paquete intacto y lo entregaba a quien abriera debate en torno a tal o cual cuestión en el momento oportuno, cerrando con el peso de la argumentación empaquetada cualquier duda que pudiera haber surgido. Un mismo paquete, sin abrir, podía pasar de mano en mano a lo largo de muchos años, incluso lo habrían hecho durante generaciones de no ser por la tecnología de almacenamiento que iba quedando obsoleta. Y por los requerimientos de la industria empaquetadora de ideas con su brillante publicidad que impulsaba a adquirir nuevos paquetes con las mismas ideas pero embalaje más vistoso.
Había paquetitos infantiles también, más ligeros, más básicos, pero con contenido acorde al que recibirían después, de mayores. Tampoco se debían abrir y quienes lo hicieran quedaban expulsados de la escuela sin excepción. Los casos más graves, reincidentes sin remedio, futuros delincuentes sin duda, eran medicados de la manera adecuada.
Tiempo perdido
Había perdido todo su tiempo: ahora lo tenía y ahora, de pronto, ya no lo tenía.
¿Cómo volver a casa sin un sólo minuto en los bolsillos? Su mujer le daría un buen sermón como recompensa, ella siempre estaba muy pendiente del asunto, que si llegas tarde, que si se te va a echar el tiempo encima, que si qué haces en el sofá perdiendo el tiempo (y con razón, siempre aparecían minutos sueltos por entre los cojines a la hora de limpiar).
Podría decirle que se lo había dejado olvidado en la barra de un bar, en el autobús, o vete a saber dónde. Cualquier cosa menos la verdad: lo había apostado todo en la oficina y lo había perdido.
Una idea descabellada
Una idea descabellada se me ocurrió entonces. Completamente descabellada, sin un sólo pelo visible o invisible. Una idea completamente calva que, para disimular su defecto, usaba peluquín.
-Es una locura hacer caso de una idea que lleva peluquín - me decían todos, pero yo ya la amaba tanto que no iba a renunciar a ella por algo tan insignificante como puede llegar a ser un postizo.
Mi idea fue perdiendo sus complejos y en pocos días, mientras le daba vueltas, dejó de sujetar su peluquín con la mano. Yo le daba vueltas y más vueltas, la giraba cada vez más deprisa, cogidos de las manos los dos, como niños en un campo de flores, rodando a una velocidad cada vez mayor y más loca.
De pronto el peluquín abandonó la cabeza de mi idea y pude verla en toda su calvicie. De pronto comprendí cuan descabellada era y cuan loco enamorarse de ella o llevarla a casa. Nos despedimos ahí mismo, ella cubierta de lágrimas, yo de vergüenza.
Ideas
En mi juventud atravesé una etapa en la que me dio por masticar ideas sin parar, como quien se muerde las uñas, se estruja los granos o cualquier otro tic; mi obsesión era masticar ideas.
Por un tiempo el hábito fue provechoso porque me obligaba a tener nuevas ideas cada día, incluso cada hora para después, cuando el vicio se hubo consolidado, cada veinte o treinta minutos. Oh, sí, tan grande era mi necesidad en un momento dado, que ni de noche lograba dormir de un tirón, me despertaba en la madrugada y no volvía a conciliar el sueño hasta masticar dos o tres ideas nuevas.
Pero esta edad de oro de autoabastecimiento no duró mucho, pronto mis ideas dejaron de surgir con tanta facilidad (los dientes, por cierto, se me volvieron amarillentos) y tuve que inventar otras maneras de conseguir las ideas necesarias para mantenerme tranquila. Empecé por tomar prestadas algunas ideas de los demás, ideas que recogía de imágenes o de cuentos, de alguna noticia del periódico... en fin, todos lo hemos hecho alguna vez y, aunque no esté muy orgullosa de esto, tampoco me considero muy vil por ello, son cosas de la juventud, la curiosidad, ya se sabe.
De lo que no me siento tan orgullosa es de cuando, en una desesperación sin limites por masticar las ideas dejé de devolver las que tomaba prestadas y hasta me decidí a robarlas fuese como fuese. Entré entonces en una etapa oscura, me volví cabizbaja y huraña, huía de mis semejantes a menos que se acercaran a mi con una idea en la mano o en la boca (¡llegué a robar ideas de la propia boca del masticante, húmedas y ya ensalivadas, pero me daba igual!), entraba en casa de mis padres con los ojos puestos en las ideas que pudieran haberse dejado a la vista para acordarse de masticarlas después de la cena o con la almohada, mendigaba y atracaba a los pensadores en plena calle amenazando o lloriqueándoles. Tuvieron que encerrarme por varios meses en una de esas residencias donde se quitan los vicios de toda clase.
Fue difícil dejarme sin ideas: yo me resistía y no aceptaba de ningún modo los tratamientos, no admitía en absoluto mi problema de adicción.
Ahora estoy limpia. Llevo cinco años, dos meses y trece días sin masticar una sola idea. He rehecho mi vida, he recuperado a mis amigos y mi familia me quiere y me aprecia más que nunca.
Tragándose las palabras
-¿Qué hay de cena?
-Esto -susurró la mujer dejando sobre la mesa un plato lleno de palabras. Eran las mismas palabras que él le había dirigido en la víspera durante la acalorada discusión.
-¡Saben amargas! -se quejó el hombre tras apenas probar la primera de sus palabras.
-Lo sé...
Pérdida
Tener, yo no las tengo, por lo tanto he debido dejarmelas an alguna parte. Vamos a ver... ¿Donde estuve? ...Estuve... con Juan; con él aún las llevaba, lo recuerdo perfectamente. Después con... Vicente, y también las llevaba; y con Jorge también; y con Luis, que fue el último.
...Entonces, ¿donde me habré dejado las malditas lágrimas?
El certificado
El coche fúnebre recorría las calles de la ciudad a gran velocidad, llegando a saltarse los semáforos en rojo en más de una ocasión.
-Explíquemelo de nuevo -dijo el chofer-, esto es absolutamente insólito. En quince años de profesión jamás encontré un caso como el suyo.
-…Nada tiene de especial para mi -contestó el futuro difunto-. Ya mi nacimiento tuvo que ser aplazado durante varios meses por culpa de…, en fin, es una larga historia. El caso es que, desde siempre, las autoridades me exigen a mi, y sólo a mi, toda clase de documentación para poder realizar los actos más sencillos. Desconozco la causa de estos requerimientos, pues siempre que les pregunto me contestan “le ha tocado”… Ya ve, ha llegado mi hora y estoy a punto de perderla. Me es preciso conseguir ese certificado de soltería en el plazo de media hora, de lo contrario llegaré tarde y tendré que volver a tramitar la instancia para el permiso de defunción.
…El coche fúnebre se saltaba los semáforos en rojo a gran velocidad, pero no había peligro alguno: faltaba el certificado de soltería.
Palabras
Conscientes del protagonismo que habían ido adquiriendo, finalmente las palabras se apoderaron del mundo. Se reunieron en actas y tradados que llevaban el nombre de lugares ya desaparecidos y, desde ahí, se mofaron de aquellos otros habitantes de antaño, aquellos que las habían creado.
Se multiplicaron cómo especie a una velocidad aterradora; habilitaron más y más tratados, conferencias, discursos y actas donde alojarse, ignorando a cualquier otra especie que hubiera sobrevivido a la palabrería.
Cuando yo llegué a aquel lugar, no quedaban ya más que palabras.