Al final de sus días, Fulgencia Salgado, se encontraba muy tranquila. De misa diaria, era considerada una ciudadana ejemplar dentro de la pequeña población en la que nació, vivió y, en breve, morirá. Sentada en la silla de mimbre que heredó de su madre, observaba con la mirada vacía la calle, esperando que llegase su encuentro con el Señor. De vez en cuando, pensaba en como sería el cielo y la vida que le esperaría allí. Realmente no esperaba mucho, trabajadora incansable por el barrio, se había dejado la piel pegada a cada uno de los adoquines. Había vivido por y para los niños, en esa época en la que la heroina sesgaba vidas y familias, ella logró que todos y cada uno de los chavales en edad propicia siguieron vivos una vez pasó la moda. Podeis entender que fuese una mujer muy querida en Posadillas.
También sería recordada por su buen tino en la cocina, donde consiguió en épocas de penuria, sacar de un marrano comida para todo el vecindario durante días y días. Como en todos los pueblos pequeños, Posadillas era muy conocida por la matanza, que era tan sanguienta que atraía a mediados del invierno a centenares de visitantes. Fulgencia era la mujer del matarife, que murió hace una decena de años por un cancer de pulmón, por lo que ella era la principal encargada de las morcillas, chorizos y demás productos porcinos. Así que, la pequeña carnicería que regentaba junto a su marido siempre fue un hervidero de gente ansiosa de probar las maravillas que Fulgencia obtenía con esas diestras manos.
Pero eso fue hace tantos años que casi ni se acuerdo. Medio ciega, seguía escudriñando la calle, como si esperase que la muerte llegase en un flamante auto a llevársela a su último y esperado viaje. Por fin, un buen día, Fulgencia murió, sentada en aquella heredada silla de mimbre, con una sonrisa en los labios.
El viaje fue corto, aunque a ella se le hizo muy largo. Cuando ascendía al encuentro con San Pedro, iba pensando que obras serían las más representativas de su vida, por cuales le juzgarían. Por supuesto, viajaba libre de pecados aunque ligeramente nerviosa, cosa normal por otra parte. Por fin, la ascensión terminó y se encontró flotando en una especie de nebulosa, una fría neblina que la iba envolviendo poco a poco. Al mismo tiempo, Fulgencia sintió una extraña sensación de sopor, que la obligaba a tener los ojos medio cerrados. Por fin, la niebla se despejó y se encontró ante el mismísimo San Pedro o eso se pensaba ella.
Ante Fulgencia, se erigía un cerdo de grandes dimensiones, con una libreta en una mano.
- Perdone, ¿quien es usted? - preguntó Fulgencia con una mezcla de pavor e incredulidad.
- Soy San Pedro, ¿no lo ve? ¿Acaso creía usted que San Pedro era humano? - dijo riéndose el enorme cerdo al tiempo que con la mano libre la empujaba de la nube.
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Besitos.