Me he encontrado en el parque una familia con un galgo y me he acercado. Yo llevaba tres, mi Naria y dos que estoy cuidando unos días.
-Ayyyyyyy, qué bonitos!!! ¿están castrados?
-Claro ––respondo––
-¡Qué pena! ––me dicen.
-¿Cómo que qué pena?
Con la cantidad de galgos que se abandonan cada año.. ¿El vuestro no está castrado?
Ingenua de mí, aún creía tener delante gente razonable, pero desinformada. Hasta que me respondieron:
-¡Uy no! ¡Jamás haría una cosa así! ¡Este galgo tiene unas credenciales...!
Credenciales. Su galgo tiene credenciales. Cre-den-cia-les. Ahora lo entiendo: primera pregunta: ¿están castrados? Si no lo estuvieran, igual me habría interesado pagar por el semental. Mierda, no me lo puedo creer. Así no, en el Retiro, en el centro de Madrid, así no. Dos mujeres, una de ellas con acento inglés, ropa cara, mayor, posiblemente la abuela de los niños, tan rubios, tan de anuncio, también ellos con ropa cara. Así no.
He llamado a mi perra (la única que iba suelta de "los míos") para irme. Aquí se acaba la conversación, digo. Se burlan de mí. Lo último que alcanzo a oír es que habría entonces que castrar a los hombres. Así, con prepotencia, con aires de superioridad. De quien se sabe impune, de quien se cree superior.
Ganas de matar, que diría Safanoria. Me sorprendo a mí misma, yo, tan pacífica siempre, deseando con todas mis fuerzas que esa gente se muera. Que no exista. Que dejen de traficar con galgos, por lo menos, que dejen de traficar con ellos.