Iniciado por
pepemadrid
¿Recuerdos de infancia?
En los setenta estaba de moda, en los barrios de Madrid, que en las tiendas de chucherías te vendieran pollitos. A duro el pollito.... Los tenían en cajas oblongas de cartón y tú ibas y te comprabas un pollito recién salido del huevo, con sus plumillas amarillas que parecían pelillos. Los compañeros del cole que quedábamos los domingos para ir a misa, al salir, íbamos pitando a la tienda a comprarnos unas pipas o unos kikos y, de paso, un pollito cada uno.
Eso de ir por la calle con nueve años con tu pollito en la mano para que no pasara frío e ir comiendo pipas con la otra era el sueño de muchos niños. Recuerdo cómo te miraban los pobres pollitos con esos ojito redondos y negros, tan desvalidos.... y llegabas a casa, broncón materno por comprar por enésima vez un pollito y, claro, no íbamos a matar al pobre pollito: se quedaba en casa, como uno más de la familia. Y comprábamos pienso compuesto para el pollito, no le íbamos a dar aceitunas o chorizo.... que sabíamos lo que hacíamos. El pollito dormía por las noches a los pies de mi cama, en una confortable caja de cartón de esa de las galletas María, llena de trapos y algodón, cerca del radiador eléctrico de "calor negro". No sé qué coño era eso de "calor negro" pero lo digo porque me acuerdo. Por el día el pollito corría libre por toda la casa -normalmente siguiendo al primero que pasaba a su lado- mientras que iba dejando sus tarjetas de visita por todas las habitaciones para disgusto de mi pobre madre, que era buena como un trozo de pan.
El problema es que el pollito empezaba a crecer al poco tiempo y dejaba de ser pollito para volverse pollo. Y un pollo ya no es un pollito, ni física ni mentalmente. No es que sepa mucho sobre la mentalidad de los pollos, pero doy fe que el carácter del animal variaba cuando pasaba a la adolescencia: para mi pena, ya no me seguía: debía de haber perdido su confianza hacia mí. Dejaba su bonito color dorado para volverse, normalmente, blanco. Y miraba raro.... a veces hasta soltaba un picotazo si le acercabas la mano. En el plano físico, el pollo apenas ya cabía en la caja de galletas y lo peor es lo que iba soltando por toda la casa ya sin el menor complejo.
Era el momento, pues, de deshacerse del pollo. Estaba claro que no lo íbamos a matar, porque nadie mata a un viejo amigo por una tontería y mucho menos se lo come. Eso era antes, en la época del hambre. En los setenta los niños y los padres éramos ya algo más civilizados y la mejor solución, tanto para el pollo como para nuestros progenitores, no era otra que mudar al animal de hogar, cambiándo su residencia de la cocina de mi pequeña casa de un barrio de Madrid al amplio corral de mis abuelos en el pueblo.
Total, que metíamos al pollo en la caja de galletas y aprovechando para hacerle una visita a los abuelos cogíamos el seiscientos y en tres horas estábamos en el pueblo, dando besos a los abuelos, corriendo a ver a los amigos con la bici y quedando el pollo, bajo promesa de mis abuelos de no comérselo y cuidarlo hasta su hora final, en su hogar definitivo: el soleado corral manchego. No sé cuántos picotazos de bienvenida recibiría por parte de sus congéneres poco habituados a la presencia de pollos de la ciudad, pero a la siguiente vez que íbamos, el pollo ya estaba absolutamente adaptado a su nueva vida social.
Conste que algunos amigos míos que tenían pollitos pero no abuelos, o abuelos sin corral, me dejaban a su mascota para llevársela también a los míos. Y no fueron pocos, por cierto. Supongo que mis abuelos faltarían a la palabra dada y que los pollos, tarde o temprano, acabarían formando parte principal de algún guiso. Yo, por si las moscas, jamás probé el pollo en su casa.
Qué cosas.