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Todos sabemos que los loros hablan, pero durante los últimos 15 años. La etóloga Irene Pepperberg ha estado trabajando con un locuaz loro africano llamado Alex. Este loro hace comentarios sobre todo lo que ve. “Caliente”, le advierte con voz suave y aniñada a una visita que está a punto de tomar un café. Alex detecta un plato lleno de frutas y snuncia su elección en voz alta: “Uva”. Hasta cierto punto, Alex, aparentemente entiende que el lenguaje es un medio de interacción social y lo usa para mantener el contacto y llamar la atención. “El inglés que Alex usa no tiene necesariamente todas las características del lenguaje”, explica Pepperberg, “pero ofrece un sistema de comunicación bidireccional que permite explorar su proceso de pensamiento”. Sin embargo, sus arranques no provocados resultan aún más desconcertantes. Cierta vez, Pepperberg lo llevó al consultorio de un veterinario para someterlo a una operación de pulmón. Al ver que iba a marcharse sin él. Alex le grito: “Ven! Te amo. Lo siento. Quiero volver”. Creía que ella lo abandonaba en castigo por una mala acción.
Los monos demostraron su capacidad real para expresarse, para “hablar” en términos comprensibles para los humanos.
Algunos de estos animales llegaron a dominar más de 500 signos de lenguaje para sordomudos “Armeslan”. Constan en los informes de una hembra que utilizó –gestualmente- las expresiones “ir” y “dulce” cuando pretendía acercarse a un plato de frutillas, y de un macho que para pedir que abrieran la heladera expresó “abrir-comer-beber”. Esta capacidad de asociación es el elemento que diferencia a estos animales de otros.
El ordenador fue otro de los sistemas de comunicación empleados: una tecla cumple las funciones de signo lingüístico. Entre los experimentos se mostraba alimento y se debía informar a otro de su especie –a través del teclado- cuál era el contenido del recipiente y éste solicitar al ordenador el alimento en cuestión. El porcentaje de aciertos fue del 90%: cuando la comunicación entre los dos animales era perfecta, se abría, automáticamente, la caja cerrada.
En una pileta soleada no demasiado lejos del clamor de Waikiki Beach –Hawaii- dos delfines hembras, con la cabeza fuera del agua, esperan la orden “bien”, dice Louis Herman “ahora vamos a intentar hacer un tándem creativo”. Dos estudiantes universitarios ubicados en los extremos opuestos de un tanque de 15 metros se entregan en cuerpo y alma a la tarea de comunicar este mensaje a los delfines. Primero, los humanos, con el brazo en alto y el índice extendido, piden a Phoenix y Akeadamai que presten atención. Luego golpean los índices de ambas manos entre sí, con un gesto que, de acuerdo con lo que les enseñaron, significa tándem. A continuación: levantan los brazos formando una figura amplía que quiere decir creativo. Lo que acaban de decirles es: “Hagan algo creativo juntos”.
Los delfines se alejan de sus entrenadores y se sumergen a dos metros de profundidad, donde se los puede ver trazando círculos, hasta que empiezan a nadar en tándem. Una vez que están sincronizados, los animales, al unísono, salen del agua de un salto, arrojan chorros de agua por la boca y se zambullen de nuevo.
La comunicación entre los seres humanos y los delfines tiene lugar mediante un lenguaje gestual. Algunas de cuyas palabras las tomaron prestadas del lenguaje americano de signos. Los entrenadores hacen los gestos con grandes y entusiastas movimientos de brazos, con los que piden a Phoenix y Akeadamai que cumplan determinadas órdenes.
Herman admite que los delfines están muy alejados de los humanos en cuanto al uso del lenguaje. Pero insiste con vehemencia en que tienen dominio conceptual de las palabras que aprenden.
“Si uno acepta que la semántica y la sintaxis son atributos esenciales del lenguaje humano”, dice, “habremos demostrado que los delfines también cuentan con estas dos características dentro de los límites de este lenguaje”.
Un animal necesita especialmente un pensamiento consciente original para resolver un problema sin precedentes... Unos vándalos abrieron un gran orificio en el dique de unos castores, provocando la salida precipitada del agua retenida. El grupo jamás había sufrido semejante cataclismo. Sin embargo, cuando el macho adulto despertó al atardecer y vio el daño, actuó inmediatamente: pidió ayuda a otros castores, todos se zambulleron hasta el fondo de la laguna, recogieron lodo y vegetación y taparon con ello los agujeros por debajo del agua. Los castores rara vez reparan sus diques con cieno y desechos (prefieren las varas) pero cómo señalan Griffin, “esta vez parecieron reconocer que las varas amontonadas nada podrían contra el torrente” y alteraron su conducta normal. Al día siguiente, no bien despertó, el macho tomó una vara de su madriguera y la arrastró hasta el dique. ¿Había estado pensando concientemente en las filtraciones? Ningún programa genético, ninguna regla aprendida dice “despierta y arrastra una vara hasta el dique”.
Estas historias de animales son tanto más asombrosas por cuanto van más allá del animalito “simpático e inteligente”. Apuntan hacia una mente que no actúa reflexivamente, pero sopesa alternativas, reconoce las creencias ajenas y es capaz de concebir futuros posibles. “Si admitimos que poseen conciencia, sensibilidad y emociones, tendremos que hacer un largo y severo examen del modo en que los tratamos”. Ya que arrogante, el hombre observa con escepticismo cómo el animal destruye las barreras y se acerca a su superior tradicional.
De todos modos, el tiempo juega a favor, hasta igualarlo –si esto ocurriera alguna vez- pasarán algunos años, unos pocos millones de años.
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