La inteligencia de los animales
Escrito por Cristian Frers
15-06-2009
Cuando los dinosaurios deambulaban por la tierra sin miedo a perderse y se sentían los “amos y señores” de este planeta, una gran cantidad de especies se debieron adaptar a la vida nocturna, ya que de otra manera terminarían en las mandíbulas de estos gigantes. Tuvieron que desarrollar buen olfato, buen oído y un buen cerebro: esto les permitió subsistir a la era reptiliana, de unos 170 millones de años.
Se sabe que el cerebro de un dinosaurio no era muy grande y que carecía de gran complejidad: una bestia de 20 toneladas poseía uno que pesaba menos de 200 gramos y no era más grande que el de el tamaño de una naranja. Este cerebro respondía a órdenes fijas como comer a un animal pequeño o huir de uno de mayor tamaño.
Las posibles víctimas de estos mastodontes, se debieron orientar por ruidos y olores, recibiendo una información incompleta que, evidentemente, requería una mayor elaboración. Se encontraban obligados a recordar y meditar. No respondían sólo a impulsos e instintos. También debían aprender, ya que por medio de este aprendizaje elaboraban nuevas conductas, sacando provecho de viejas experiencias. Sin embargo, ninguno de estos animales encontró oportunidad de demostrar su inteligencia hasta que el último de los grandes dinosaurios abandonó la tierra.
Para muchos científicos los animales actúan con premeditación. Trazan planes penetrando en el pensamiento de sus semejantes y adaptan su conducta para engañar las mentes de los demás. Comprenden las situaciones de una manera que sugiere una representación mental del mundo que, lejos de limitarse al presente, abarca lo que fue y podría ser. Partiendo de estas premisas, los etólogos hacen preguntas cada vez más profundas y perturbadoras debido a su connotaciones éticas: ¿A qué llamamos inteligencia entre los animales? ¿Poseen una vida interior y practican la introspección, en vez de seguir como autómatas reglas de conducta predeterminadas, ya sean genéticas o aprendidas? En otras palabras, ¿Poseen esa cosa sublime denominada conciencia?
Las respuestas van surgiendo lentamente, en parte porque por mucho tiempo la mejor formulación de estos interrogantes se consideró un faux pas científico.
Hace algunos años. Jacques Cousteau persiguió un cardumen de orcas formado por un enorme macho de por lo menos tres toneladas y diez metros de largo, una hembra casi tan grande como él, siete u ocho hembras un poco más chicas y seis u ocho crías. El macho era el líder y “dueño” del grupo. Al principio de la persecución, las orcas estaban muy seguras de sí mismas, se escondían en las aguas cada tres o cuatro minutos, reapareciendo a más de medio kilómetro. Por lo general esto hubiese bastado para perder a cualquier enemigo. Pero no así a la nave de Cousteau, a la que no podían perder de vista. Los animales aumentaron su velocidad, pero esto no resultó suficiente para perderlos. Entonces las ballenas giraron rápidamente a la derecha, en un ángulo de 90 grados, luego a la izquierda y finalmente hacia atrás. Intentaron simular giros de 180 grados. Finalmente, jugaron su “as de espadas”, el macho dominante permaneció visible nadando hacia delante y saltando cada tanto, acompañado por la hembra de mayor tamaño, en tanto que el resto del grupo escapaba en dirección opuesta. Era obvio que intentaban perder el barco.
Los monos y los simios, también suelen mentir. El chimpancé de rango inferior que se aparea subrepticiamente con una hembra de rango superior, sabe cómo debe comportarse si el macho dominante acierta a pasar justo en ese momento: el adúltero se tapa rápidamente el pene erecto, pues de otra manera sería severamente castigado por su superior.
Donald Griffin, observó la siguiente escena en las praderas de Kenia: dos leonas subieron a sendos montículos bajos, y permanecieron sin moverse tanto que parecían estatuas, ante la vista de dos manadas de gacelas, en tanto que una tercera leona avanzaba encondiéndose por una zanja paralela a una de las manadas. De pronto una cuarta leona salió del monte con la velocidad de una flecha, y las gacelas comenzaron a dar unos saltitos muy especiales y curiosos, con las cuatro patas al mismo tiempo, elevándose en el aire. La tercera leona, que había logrado acercarse lo suficiente, atrapó a una de un salto y, muy pronto, las cuatro cazadoras devoraban un excelente costillar. Las dos primeras leonas ¿Por qué habrían permanecido en posiciones visibles, si no era para impedir que las gacelas en estampida tomaran esa dirección, alejándose de la leona agazapada en la zanja? ¿Fue casual que una cuarta leona apareciera de golpe del monte para guiar a la presa hacia su congénere escondida?
La habilidad para el engaño no deja de ser un síntoma de inteligencia: hay que conocer la situación, prever sus consecuencias y montar una estrategia para modificarlas.
Para el etólogo Alejandro Kacelnik, el comportamiento de cada especie está determinado por su genoma. Pero, contra lo que suele creerse, no existe un gen específico para un comportamiento. “Un mismo comportamiento depende de muchos genes –explica Kacelnik-. Cada uno está determinado no sólo por mucho genes, sino por la interacción de éstos con la historia del individuo”.
El desarrollo biológico es epigenético: interacciona la información genética con las circunstancias en las que está se manifiesta. “Y esa interacción dinámica da lugar a lo que en biología se llama fenotipo, que es el resultado de la información genética y el proceso de desarrollo individual”. Y Wilson, E. O., conocido como el padre de la biología social, manifiesta que “los animales no se limitan a caminar respondiendo a estímulos, como vehículos exploradores enviados a Marte. Tienen una imagen mental de lo que quieren y pueden revisar las alternativas”.
Sin embargo, son pocos los científicos especializados en fauna silvestre que han podido observar semejante cooperación entre animales. Para la mayoría de ellos, estos relatos pertenecen a una mera anécdota... y éstas no son bien recibidas por la ciencia, que desea ver ejemplos repetibles y estadísticas firmes. No obstante, cuando de su conciencia animal se trata, los comportamientos habituales pueden ser justamente lo no deseado. Lo más probable es que un acto reiterado con regularidad obedezca a una regla simple y aprendida, en cuyo caso el animal tiene tanta conciencia como un termostato. De ahí que, pese al desden por lo anecdótico, algunos de los inicios más convincentes de una conciencia animal, provenga de actos poco frecuentes y hasta únicos.
Durante las décadas del 70 y del 80, los esfuerzos de los psicólogos por enseñar a los animales a responder ciertas preguntas, por ejemplo: ¿Qué es esto?, valiéndose de un teclado o un lenguaje de signos, dieron por fruto toda clase de trabajos polémicos acerca de su captación de la semántica y la estructura de las frases. Cuando las filmadoras y los lápices se llamaron a sosiego, los animales manifestaron poseer algo más que inteligencia.
El científico Heribert Schimid, manifiesta que “la rigidez, el automatismo y el carácter rutinario de la comunicación entre los animales inferiores facilitan enormemente el acceso a otras formas más complejas. Ello no significa, sin embargo, que los animales citados sean meros autómatas, si bien hay que reconocer que los animales superiores disponen de mayores facilidades de elección en lo que respecta a su forma de reaccionar ante determinadas señales, posibilidades que alcanzan sus mayores cotas en el hombre, hasta el punto que sólo en éste puede hablarse de libertad. Pero también nosotros, los seres humanos, reaccionamos automáticamente en múltiples situaciones, en muchas más de las que creemos y de las que quisiéramos.
En la naturaleza encontramos constantemente animales que se aparean con miembros de su misma especie, que cazan juntos, que se asocian para defenderse de un enemigo común y que crían conjuntamente a su prole. Entre los miembros de una misma especie tiene que existir necesariamente alguna forma de comunicación y entendimiento.
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