Era un día normal. Esperaba impaciente el momento del paseo, me encantaba pasear. Llegaba el momento, ¡me llamaban para ponerme el collar! Movía mi cola en señal de alegría. Ese día íbamos a un lugar nuevo, una pinada a la cual nunca habíamos estado. Bajamos del coche, me soltaron, sin embargo, hicieron algo que nunca habían hecho: me quitaron el collar antes de hacerlo. No le di importancia, quería recorrer aquel nuevo lugar, olerlo, explorarlo; me encantaba explorar lugares nuevos junto a mi familia.
Fui a recorrer el nuevo lugar, pensando que mi familia estaría en el mismo lugar del cual había partido, y me esperarían, como todos los días. Sin embargo, algo cambió: no fue así. Cuando volví no me esperaban. No estaban. El coche ya no estaba, no había ni rastro. Empecé a ponerme nerviosa. Quizás volverían en un rato. Empecé a buscarles por todas partes, desesperada. Cuando recorrí todo el lugar, decidí calmarme y esperarles en medio de unos arbustos.
Hoy hace dos años que les sigo esperando. En el mismo arbusto por el día, en otro más escondido de noche.
Después de que se marcharan, un día, otro perro llegó, como yo, a parar al mismo lugar, con la misma historia tras de sí.
Decidimos esperar juntos. Estábamos tristes, pero al final, el hambre y el afán de supervivencia eran más fuertes que la tristeza. Empezamos a recorrer el lugar buscando comida juntas, cualquier cosa.. Desgraciadamente, era poco lo que había para comer. La desesperación nos consumía al mismo ritmo que el hambre. Fuimos quedándonos en los huesos, cada día que pasábamos sin comer nada nos debilitábamos más.
Por este motivo, cada vez salíamos más de nuestro escondrijo, y el hambre nos hacía robar comida, ya que nadie parecía darse cuenta de que estábamos hambrientas. Muchas veces fuimos apedreados, muchas veces intentaron cogernos para tratarnos mal. Por ello fuimos desplazando nuestro escondrijo más adentro, para que nadie pudiese percibirnos; no queríamos que nos hicieran más daño del que ya nos habían hecho.
Sin embargo, un día, una persona nos descubrió y empezó a llevarnos agua y cortezas de pan. ¡Estábamos tan alegres! Por fin, tras días de sequía, podíamos llevarnos algo a la boca. Cada tarde esperábamos nuestra ración de pan, cada tarde revivíamos un poco.
Desde hace dos años he tenido en cada celo, una camada. He intentado ser fuerte, aún estando desnutrida. He dado a luz a mis bebés, les he cuidado, he intentado amamantarles. Pero dado mi mal estado de salud, a veces no he podido amamantarles, y si podía, acababan falleciendo por debilidad. No recuerdo cuántas hijas he parido, pero si recuerdo que todas han fallecido ante mis ojos, bajo mi calor, un calor débil, dadas mis pocas fuerzas.
Hace casi dos semanas, dos personas vinieron a verme. Me alegré de verles, llevaban comida y no era sólo pan. Desde ese día hemos tenido siempre comida y agua, no sólo pan, ¡bolitas que saben mejor que el pan!
Me metieron en un coche, como el que me abandonó un día, y me llevaron a un lugar donde me pincharon una pata y me tocaron la barriga. Así se dieron cuenta de que estoy desnutrida y estoy embarazada de nuevo. Tengo anemia. Se les nota preocupadas. Desde entonces ellas creen que no lo noto, pero sé que en las bolitas de carne que me dan hay pastillas amargas, que me trago a gusto igualmente; cuando has conocido el amargor del hambre, te da igual que la comida sólo contenga un poco.
Cada día vienen a verme y me dicen que dentro de poco estaré en un hogar cálido. Están preocupadas. Yo estoy feliz: ellas me quieren, lo noto. Ellas vienen a verme y me dan comida, se preocupan por mí, y les creo.
Seguimos en nuestro escondrijo porque no tienen dónde meterme, pero con vuestra ayuda, conseguiré dar a luz en un hogar, y mi compañero podrá encontrar un hogar también.