Cuesta trabajo creer que, después de medio siglo cazando animales peligrosos, Sánchez-Ariño jamás haya sufrido un accidente. Pero es cierto. “Ni yo ni nadie de los que han cazado conmigo, clientes y nativos, hemos tenido nunca un arañazo. Sí me he llevado algunos sustos. Los peores ratos me los han hecho pasar leones heridos... Son muy rápidos, muy peligrosos. Recuerdo una vez en Uganda, en marzo del 62, cuando a orillas de un río cerca del lago Alberto tuve que seguir el rastro de una pareja. Un alemán que venía conmigo disparó a un león y el animal se lanzó a un barranco. Yo fui corriendo para allá y al llegar al borde vi que el león salía corriendo y le disparé, pero desapareció en la hierba. Le escuché gruñir a la izquierda... pero poco después oí gruñidos también a la derecha. Eran dos. El primero, herido por el alemán, había caído sobre otro que estaba tumbado en el barranco, y al que yo había herido cuando salió huyendo. Tenía dos leones heridos sumergidos en una hierba de dos metros de altura. Y jamás se puede abandonar un animal herido a su suerte. El alemán lo dejó en mis manos. Empecé por el de la izquierda. Abría la hierba con el cañón del rifle, muy despacio, sin hacer ruido... hasta que vi una sombra marrón alargada. Tres tiros y seco. Recargué y a por el otro. Tardé 10 minutos para andar 20 metros, pero nada. No había león. Pensé que me había equivocado y que sólo había uno cuando, caminando en otra dirección, casi me da en la cara una serpiente... o lo que yo creía que era una serpiente. En realidad, era la cola del segundo león, que estaba sentado como un perro, dándome la espalda, aturdido por el primer disparo. El león se dio cuenta de mi presencia en ese mismo momento y se volvió a por mí. Le paré con un tiro intuitivo, sin apuntar, a unos pocos metros. Mis suspiros de alivio se debieron de escuchar en toda Uganda”.
El cazador profesional se encarga de organizar cacerías y de que éstas se desarrollen con normalidad y seguridad. “Cuando viajo con un cliente lo organizo todo, hasta que llegamos al cazadero y cogemos el rastro de un elefante, lo seguimos, vemos que se trata de un buen ejemplar y esperamos a que el guarda nos dé el visto bueno. Nos acercamos a la distancia de tiro, entre 15 y 25 metros. El cliente dispara y yo espero que acierte. Pero le cubro las espaldas por si sucede algo raro: el animal ataca o está herido y se puede escapar. No tiene por qué haber problemas”. Los clientes de este tipo tan exclusivo de caza suelen ser empresarios, banqueros..., gente que quiere permanecer en el anonimato. El Rey Juan Carlos forma parte de esta lista de cazadores de elefantes tras abatir al menos un par de ejemplares.
Para alguien que ha vivido los mejores días de la caza en África, con rebaños de 500 elefantes cubriendo las colinas, es difícil acostumbrarse a las nuevas modas cinegéticas. “A mí me han pagado por matar elefantes, pudiendo en ocasiones acabar con un número ilimitado de ellos” asegura Sánchez-Ariño mientras ojea un álbum repleto de fotografías en blanco y negro. “En la antigua Guinea Española sólo hacía falta un permiso del gobernador general para cazar un número ilimitado de elefantes, pagando por cada uno de ellos, después de muerto, mil pesetas. Y en el Congo Belga, cuando había tantos que se les consideraba una plaga, el Gobierno me autorizó a matar cuantos quisiera a cambio del marfil: la mitad para el Gobierno y la mitad para mí”.
“Hoy podemos decir que en la mayoría de los países africanos la caza está acabada. La caza entendida de manera romántica, auténtica. Muchos clientes, antes de preguntar por los elefantes que vamos a cazar, se interesan por los vinos, los sitios donde vamos a dormir, si hay piscina, si se puede cambiar el sabor de la mermelada del desayuno... Por eso tiene éxito la caza que se está poniendo de moda en África meridional, la caza en granjas, que se venden como safaris pero que en realidad son excursiones cinegéticas en las que se masacran animales que no tienen ninguna posibilidad de escapar. Crían a los bichos en granjas y se los venden a los dueños de las fincas antes de que llegue el cazador. Los leones son un buen ejemplo. Hay empresas que cobran, por cazar uno, 25.000 dólares, garantizándolo en dos o tres días en el campo. ¿Cómo lo logran? Muy fácil: crían los leones como gatos o los compran en algún safari-park. Cuando aparece un cliente, eligen uno y lo meten en una jaula. Lo dejan una semana sin comer y sin beber. Pasean al cazador por la reserva enseñándole algunas huellas de león, que se pueden hacer con unos moldes, y le cuentan que por ahí vive un macho solitario que es muy fiero. Cuando llega el día previsto para cazar matan un burro, lo arrastran 300 metros para que deje un buen rastro y abren la puerta de la jaula del león a pocos metros para que, muerto de hambre y sed, se lance a por el cadáver del pollino. Avisan por radio de que un león ha matado a un animal en tal sitio y la expedición se pone en marcha. Poco después, el temerario cazador, arriesgando su vida, fusila al inocente león. Llegan las enhorabuenas, las sonrisas, las fotografías...”.
Con los elefantes pasa algo parecido. Al viejo profesional no le gusta hablar del tema, pero finalmente reconoce que buena parte de la caza de estos colosales animales es una farsa. “Hay empresas de Sudáfrica que se anuncian en España: por 55.000 euros garantizan al 100% un elefante con un mínimo de 60 libras por colmillo y en sólo cuatro o cinco días de caza. ¿Cómo puede garantizar nadie un elefante, y menos aún con un peso determinado en los colmillos? Muy sencillo: comprándolos en las subastas de algunos parques nacionales en los que sobran elefantes. Les duermen, les pesan y miden, los transportan hasta sus fincas y los sueltan en zonas valladas y electrificadas de donde no pueden escapar. Una estafa. Es como cazar en un zoológico. Pero lo más triste es que los cazadores que pagan esas cantidades saben que los están engañando, saben que en África ya no hay grandes elefantes para cazar”.
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Los llamaban “white hunters” (cazadores blancos) y formaban una peculiar tribu a medio camino entre los exploradores victorianos y los rastreadores nativos. La leyenda los dibuja con la mirada torva, el salacot calado, un rifle en una mano, un vaso de whisky en la otra y el codo apoyado perezosamente en la rugosa piel de un gigantesco elefante muerto. Eran cazadores profesionales, generalmente europeos, pero estaban perfectamente capacitados para respetar la máxima “masai” según la cual un hombre sólo necesita para sobrevivir “agua y voluntad”. Para algunos eran héroes que se jugaban la vida en cada lance cinegético; para otros, inadaptados sedientos de sangre.
Tony Sánchez-Ariño forma parte de este selecto grupo de cazadores. Una complicidad que hace que su último libro, “Cazadores de elefantes. Hombres de leyenda” (Editorial Nyala), sea uno de los textos más importantes jamás escritos sobre la caza, la naturaleza y la aventura en África. Crónica apasionada de una época, de un animal formidable y de unos hombres irrepetibles, dedica los capítulos iniciales a la historia del comercio del marfil, desde los primeros cargamentos que bajaron por el Nilo 1.400 años antes de Cristo hasta el descubrimiento de los cazaderos más nutridos, en el enclave de Lado y en el Alto M´bomú.
La segunda parte de esta obra es un recorrido fascinante por la vida de los principales cazadores de elefantes del último siglo. Algunas de estas biografías son trágicas, como la del decapitado Billy Pickering, otras discurren en paralelo a la historia, como la del comandante Pretorius, descendiente del líder de los boers sudafricanos. Todas resultan tan apasionantes como una buena novela de aventuras. Las correrías del irlandés John Howard Taylor, apodado por su valor “Pondoro” (león en una lengua nativa), son un buen ejemplo de ello: presumió de haber matado 300 elefantes dentro de la ley y unos 1.200 de manera furtiva, e inventó un revolucionario sistema de sutura de urgencia. La historia comenzó cuando el cazador blanco y Joro, su porta-rifles, fueron atacados por un leopardo que hirió al primero en el pecho y en un muslo antes de ser abatido de un disparo. No había ningún centro médico en cientos de kilómetros a la redonda y las heridas, como es habitual cuando son obra de las ponzoñosas garras de grandes gatos, se infectaron rápido. El tratamiento de urgencia no pudo ser más imaginativo: para evitar que las heridas abiertas se gangrenasen, el nativo orinó sobre las mismas, aplicando de inmediato una cataplasma de raíces machacadas. Finalmente obligó por la fuerza a unas hormigas blancas a que abrieran sus mandíbulas y las cerraran sobre las heridas de “Pondoro”, consiguiendo uno de los zurcidos más extravagantes en la historia de la medicina de campaña.
Peor fortuna tuvo James Sutherland, un escocés al que Sánchez-Ariño llama “maestro de cazadores”. Fue envenenado durante una conjura contra los europeos en una región perdida entre el Congo y Sudán. Le dieron un té con “banga”, un potingue local capaz de matar en seis horas. Sutherland sintió los primeros efectos y tuvo los suficientes reflejos como para vomitar el tóxico. Esquivó la muerte, pero no pudo evitar las secuelas, que interrumpieron su carrera cinegética. Paralizada su pierna izquierda y ciego del ojo derecho, continuó cazando elefantes después de aprender a disparar utilizando el hombro y el ojo izquierdos.
Cazadores de elefantes y hombres de leyenda. Protagonistas de un mundo tan amenazado como los mismos elefantes. “Los hechos que presencié no volverán a suceder jamás”, escribe el legendario John A. Hunter, responsable de la muerte de 1.400 elefantes, más de 1.000 rinocerontes y unos 600 leones. “La vieja África pertenece al pasado, y yo vi cómo desaparecía”, sentencia.
Fuente: http://www.elmundo.es/magazine/2004/256/1093013901.html