El bioquímico Albert Scent-Gyorgyi, descubridor de la vitamina C y galardonado con el premio Nobel, ha sugerido que la tendencia hacia un orden más elevado podría muy bien ser un principio fundamental de la naturaleza. Él la denomina sintropía, lo opuesto a la entropía, y cree que la materia viva posee un instinto interior de auto-perfeccionamiento. Tal vez en los organismos vivientes la parte periférica de cada célula transmite información de retorno al ADN situado en su núcleo, haciéndole cambiar sus instrucciones. “Después de todo – ha dicho - hasta hace unos pocos años no se sabía la forma cómo el ADN transmite sus instrucciones a la célula en primer lugar. Algún otro tipo de proceso, igualmente elegante, podría alterar esas instrucciones”. Scent-Gyorgyi rechaza la idea de que las mutaciones al azar puedan explicar la complejidad de la materia viva. Las reacciones biológicas son reacciones en cadena, y las moléculas encajan entre sí con mayor precisión que las ruedecillas de un reloj suizo. ¿Cómo, entonces, podrían haberse desarrollado de forma accidental? Porque en caso de cambiar una sola de esas “ruedecillas” sumamente específicas, todo el sistema deja sencilla y necesariamente de funcionar. Decir que puede mejorarse por la mutación aleatoria de un eslabón me suena como decir que se puede mejorar un reloj suizo dejándolo caer y haciendo así que se doble uno de sus ejes. Para conseguir un reloj mejor, es preciso cambiar simultáneamente todos sus engranajes, haciendo que encajen de nuevo perfectamente.
Los biólogos han observado que la naturaleza ofrece muchas características “evolucionadas” del tipo todo-o-nada, tales como la estructura que permite volar a los pájaros, lo cual no puede haber ocurrido por mutaciones aleatorias y supervivencia de los más aptos. El tener medias-alas no habría conferido ninguna ventaja para la supervivencia. Además, las alas no habrían servido de nada de no haber cambiado la estructura ósea al mismo tiempo. La evolución implica una verdadera transformación, una reforma de la estructura básica, y no meras añadiduras.
Incluso en formas vitales más simples se encuentran logros evolutivos tan sorprendentes que nuestras teorías más elaboradas se sienten humilladas. En African Genesis, Robert Ardrey evoca una anécdota que le sucedió en Kenia, donde L. Leakey llamó su atención hacia lo que le pareció ser una flor de color coral formada por muchos brotecillos, como si fuera un jacinto. Al examinarla de cerca, cada uno de esos “brotes” de forma oblonga resultó ser el ala de un insecto: chinches flatidae, según Leakey. Asombrado, Ardrey señaló que sin duda era un ejemplo sorprendente de defensa por imitación de la naturaleza. Leakey le escuchaba divertido; luego le explicó que la flor de coral “imitada” por las chinches no existe en la naturaleza. Más aún, en cada puesta de huevos de la hembra hay al menos una chinche flatidae con alas verdes, no de color coral, y varias además con alas de colores intermedios. ¿Cómo habían podido evolucionar así las chinches flatidae? ¿Cómo pueden encontrar sus lugares respectivos hasta quedar en posición, como niños de colegio que ocupan su lugar para participar de una ceremonia? Colin Wilson ha sugerido que no es solamente que estas chinches tengan una especie de consciencia común, sino que su misma existencia se debe a una conexión genética telepática. La comunidad de chinches flatidae es de alguna manera un único individuo, una única mente, cuyos genes sufrieron la influencia de su propia necesidad colectiva.
¿Es posible que estemos también nosotros expresando una necesidad colectiva, y nos estemos preparando para un salto evolutivo? El físico John Platt ha afirmado que la humanidad está experimentando en la actualidad un choque evolutivo frontal, y que “muy rápidamente podría resurgir coordinada de maneras desconocidas hasta ahora… implícitas no obstante en su material biológico desde el principio, tan ciertamente como la mariposa está implícita en la oruga”.