El engorde.
De vez en cuando alguno de nuestros compañeros moría súbitamente y el granjero decía que esas muertes fulminantes se debían al estrés del cautiverio y que era más rentable que murieran algunas bestias que darnos más espacio y paja. El crecer en esas condiciones anormales hizo que nuestras relaciones se deterioraran y hubo peleas y mordiscos, creándose una jerarquía exacerbada donde la situación de los más débiles empeoró rápidamente. Algunos caían en redondo y, muchos como yo, mordíamos los barrotes de los pequeños nichos donde nos enjaulaban. En cuanto a la comida, siempre nos daban la misma mezcla insípida.
El tedio y la enfermedad.
La monotonía de nuestra existencia sólo se vio interrumpida cuando vinieron a catrarnos, sin anestesia, lo que aumentó aún más el estrés, los chillidos y las peleas... Nuestra comida siguió siendo una mezcla llena de productos químicos para engordarnos rápdidamente. Nuestras hermanas - de las que nos habían separado - recibían más hormonas y esteroides que nosotros para tratar de aumentar el número de cochinillos de sus camadas y estabilizar su ciclo de fecundidad, entrando, según los criadores, en "un esquema de explotación" mucho más largo que el nuestro, aunque esos años suplementarios significaban para ellas más sufrimiento.
Después de cebarnos durante unas veinte semanas esperabamos el "gran viaje", en nuetro último encierro. Yo ya me había resignado, porque comprendí que no nos trataban como a seres vivos, sólo éramos carne con patas: "Máquinas para transformar terrones de pienso en jamón", según decía nuestro criador. De todas formas nos habría seguido tratando como mercancías, incluso si hubiéramos disfrutado de una mayor libertad, en vez de vivir en este lúgubre sistema de cría intensiva. Al llegar al último cajón individual, donde me mantuvieron encadenado hasta alcanzar los cien kilos de peso, mis miembros deformados me dolían y empecé a toser bastante otra vez, debido a una nueva infección pulmonar. La total inmovilidad que sufría me permitió comprender perfectamente lo que Leonora sentía.
El transporte.
Cuando llegó el día del tan señalado viaje. todos estábamos tan alterados y angustiados con el miedo que sentíamos hacia lo desconocido que los camioneros se irritaron y la tomaron con nosotros. Después de haber estado encadenados durante semanas a los tablones de nuestro encierro, teníamos gran dificultad para andar, y esto les hizo enfadarse y golpearnos para obligarnos a salir, pero en el corral nos fuimos concentrando delante de la rampa de subida al camión, desorientados por nuestros chillidos y los gritos de excitación que proferían los hombres contra nosotros. Uno llevaba un bastón eléctrico con el que nos atizaba para obligarnos a avanzar, y todavía no he podido superar la impresión que me causó ese dolor tan penetrante, como una quemazón extraña que sentí por todo el cuerpo, mucho más allá del ano, donde me arrearon directamente para no estropear mi "carne". Finalmente, cuando logré subir a tropezones, comprobé desde arriba que no me había ido muy mal, al ver caerse a mi hermano Luis -que siempre fue muy asustadizo, pero a quien todos queríamos, a pesar de meternos mucho con él- , moviendo frenéticamente las patas, agitado por las convulsiones que le producían las descargas eléctricas que le daban. Luego se calmó, pero siguieron maltratándolo y dándole patadas. "Vaya mierda, creo que el corazón le ha dejado de latir..." dijo el hombre que se le acercó. Tras lo cual el granjero y él lo retiraron hacia un lado, con dificultad, debido a su peso. Era inconcebible que el granjero no increpara en absoluto al transportista, que no cesaba de aplicarle descargas, y él también empezó a proninarle fuertes patadas con las botas mientras le insultaba: "¡Montón de carroña, será mejor que aguantes hasta el matadero, por lo menos te venderé como alimento para perros... Piltrafa asquerosa!".
Después llegó el momento de la salida, dejando atrás a Luis, cuya agonía acabó antes de terminar la carga. Era la primera y última vez que veiamos los hangares y, según nos íbamos alejando, me acordé de Leonora y de todos los compañeros que se quedaban atrás. Estábamos amontonados los unos contra los otros y apenas podíamos respirar. Durante el viaje pasamos delante de una charcutería que tenía un escaparate decorado con tres cerditos limpios y sonrosados, manifestando alegría ante la idea de ser despedazados para servir de comida a gente malvada, pero a nosotros no nos resultó nada divertido. Finalmente paramos delante de un largo edificio que parecía una fábrica y empezaron a hacernos bajar de los camiones, empujándonos tan brutalmente como a la subida.
El jamón en nuestra carne.
Es por esto que debo darme prisa en terminar de contaros este relato, porque sé que ya no tengo mucho tiempo. En Francia se devoran más de 18.500.000 * de mis congéneres cada año, a pesar de que los estudios científicos, que se han hecho de nuestra especie, demuestran que somos casi tan inteligentes y sensibles como v os amigos los perros. Quienes aceptáis nuestra compañía podeis comprobar que tenemos un carácter travieso y afectuoso, y si volviésemos a nuestro estado natural, en vez de comportarnos con la apatía a la que nos obligáis por la fuerza, seríamos tan activos y curiosos como los jabalíes. Algunos también pensáis que no somos límpios, porque ciertos granjeros no imponen unas condiciones de vida carentes de toda higiene, pero son ideas sin fundamento. Sólo quiero que sepáis lo que he tenido que soportar antes de acabar como, salchicha o jamón, en vuestros platos, para que podáis contárselo a los demás. En el peor de los casos, esto podría mejorar nuestra calidad de vida, aunque para acabar totálmente con nuestro martirio sólo se necesite adoptar un régimen vegetariano.
El matadero.
Al fondo veo a uno de los ayudantes del matarife con unas grandes pinzas eléctricas. Parece que nos las va a poner sobre la cabeza, entre los ojos y las orejas, para aturdirnos y evitar que nos demos cuenta de los que sucede inmediatamente después, cuando nos cortan la garganta, pero a menudo no funcionan por diversas razones: porque no las aplican el el sitio adecuado, debido a las prisas de los matarifes (¡el rendimiento otra vez!), a causa de un voltaje demasiado bajo, proque transcurre mucho tiempo hasta que nos asestan la cuchillada en la yugular, permitiéndonos recobrar el conocimiento antes de ser degollados... Además, la muerte tampoco nos sobreviene inmediatamente después de recibir la herida mortal. Algunos, incluso colgados de una pata -con una cadena que no arranca la piel-, agitan los mienbros violentamente, mientras que van perdiendo su sangre... camino de la máquina de escaldar. ¿Tendré suerte o quizá tampoco "acierten" conmigo? Me están empujando y creo que pronto lo sabré...
Chillo y opongo resistencia... por última vez...
Stephan Charpentier