Lo primero que hizo Emilio al nacer fue llorar, como todos los niños. Lo que pasa es que él siguió llorando y llorando, de día y de noche, hasta que sus padres ya no pudieron más. Desesperados, los padres y los abuelos decidieron que lo mejor era explicarle a Emilio que los hombres de verdad no lloran. Y así lo hicieron: cada vez que Emilio lloraba, le tachaban de flojo, llorica, exagerado y mil cosas más, hasta que un día, a los cinco años y tres meses exactos, el niño dejó de llorar. A partir de entonces, cada vez que algo le apenaba, Emilio se aguantaba las lágrimas y dejaba secar la pena hasta que ésta cristalizaba y se quedaba ahí, clavada, sin moverse ni molestar. Cuando se llevaban un susto, los amigos de Emilio lloraban y solo él mantenía el tipo. Todos niños le admiraban por esto y alguno hasta le tenía miedo, porque a ver qué clase de niño era ese que no lloraba nunca por nada.
Pero un día Emilio hizo algo terrible. No te voy a contar lo que hizo, porque a él no le gustaría y porque tampoco es tan grave: todo el mundo ha hecho algo terrible alguna vez. En el caso de Emilio había sido sin querer, pero con intención o sin ella, la cuestión es que seguía siendo terrible. El chico sentía un dolor inmenso por lo que había hecho pero no había modo de volver atrás y borrarlo. Intentó hacer como siempre hacía, guardarse la pena para que cristalice y deje de molestar, pero esta vez el cristal era muy grande y se clavaba muy dentro... además se removía todo el tiempo y no le dejaba ni dormir.
Cuando ya no lo soportó más, Emilio se escondió en el trastero y, en silencio, lloró. Y cuanto más lloraba, más ganas tenía de llorar. Las lágrimas le empaparon la camiseta y resbalaron por debajo de la puerta como un pequeño río salado. Y Emilio seguía llorando. Al cabo de un rato estaba completamente mojado por fuera, pero también por dentro, donde brotaban sus lágrimas. Con tanta agua, los cristalitos clavados que guardaba en su interior empezaron a diluirse y se fundieron en el agua; resbalaron por su cara, por su pecho y por debajo de la puerta hasta llegar al jardín, junto al resto de lágrimas.
La casa de Emilio anocheció mecida por un mar de lágrimas. Con el balanceo de ese mar, arriba y abajo, el niño quedó dormido y al fin pudo descansar de su culpa.
Si has estudiado el ciclo del agua, no te sorprenderá en absoluto lo que ocurrió a continuación: en cuanto se hizo de día, las lágrimas empezaron a evaporarse calentadas por el sol. Una por una, se refugiaron allá arriba, dentro de una nube blanca y emprendieron un viaje hacia países lejanos, empujadas por el viento de las alturas. Sabrás también que, llegadas a destino, se convirtieron en lágrimas dulces y cayeron sobre la tierra seca. Cada lágrima regó una flor o un fruto. Algunas saciaron la sed de algún animal salvaje, o un gatito juguetón. Sería imposible relatarte cuál fue destino de un mar de lágrimas, una por una, lo que sí puedo asegurarte es que ninguna de ellas se desperdició en vano.
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