Tanto si los animales sienten dolor como si los humanos tienen derecho a infligírselo es un tema casi inagotable. Podríamos dedicarnos a leer Animal Liberation de Peter Singer y retomar el debate dentro de una semana, pero podemos tomar airosos un atajo. En 2003, David Foster Wallace acudió al festival de la langosta en Maine y luego no dejaba de darle vueltas a si una langosta sufriría o no un dolor terrible cuando la estaban cociendo viva. Os animo vivamente a que leáis su artículo de cabo a rabo, Consider the Lobster, pero este pasaje sacado de una nota a pie de página nos viene que ni pintado aquí:
Huelga decir que tanto los argumentos científicos como los filosóficos a favor o en contra de la cuestión del sufrimiento animal se implican, son abstrusos, técnicos, a menudo cargados de intereses personales o ideología, y al final tan inconcluyentes que, en la práctica, en la cocina o en un restaurante, todo parece quedar entre cada individuo y su conciencia, algo que sale de las tripas.
¿Qué me dicen mis tripas del dolor de los peces? Nada. Cuando enrollo en el sedal a una trucha, puede que esté estresando al pez —haciéndole gastar una energía preciosa— pero no está pegando alaridos de agonía.
(Flickr: popofatticus)
Los pescadores con caña están en el disparador de los defensores de animales.
Con eso no quiero decir que se deba tratar a los peces con actitud desdeñosa. Al cabo del día, cuando fuera que pescaba a un pez desprevenido (por ejemplo, una carpa) en el arroyo de la casa de mi niñez, lo cogía y lo arrojaba a la vía férrea (lo justificaba el hecho de que la carpa estaba ocupando en el arroyo un espacio que podría muy bien ocupar una trucha). Ahora ya no haría eso. No se me ocurre ninguna razón para hacerlo. Es tan solo una vaga noción instintiva de que los peces merecen un respeto, al igual que uno no debería pisar el acelerador del coche con el ánimo de atropellar a un conejo. Los pescadores admiran entre sus iguales a quienes pescan muchos ejemplares, pero estos tipos (y, con frecuencia, tipas) pueden dejarte helado con sus charlas sobre "rasgarles los labios" y "cobrar las redes". Recuerdo a un anciano que se negaba a llevar gafas polarizadas (que permiten jugar con la gran ventaja de poder ver a través del resplandor de la superficie del agua). Me explicó: "No soy un asesino".
Pero luego lo pienso otra vez y me digo que tal vez debería matar peces más a menudo. La pesca de atrapar y soltar acarrea el riesgo de aparentar que todo es juego limpio y que no hay derramamiento de sangre, como dar en el blanco en el agua. También convierte la pesca de caña en un juego de batir el récord. ¿Cuántas picaron hoy el anzuelo? El pescador de caña fanático puede comportarse como un loco. Algunos de los peces que se atrapan y sueltan no sobreviven. Una vez descargué un precioso róbalo en una bahía de Florida, lo puse de vuelta en el agua, y, después, según se estaba recuperando, vi cómo un delfín se lo comía. Si de verdad me hubiera importado el bien del pez más grande habría hecho mejor en atrapar a un pez, mazarlo en una roca y después llevármelo a casa para comérmelo. Con lentejas para acompañar.
*Artículo originalmente publicado en el medio digital estadounidense Slate.
(Traducción: Carola Paredes)