Una redada de peces es algo que siempre me ha fascinado. Dejé el libro y me levanté. Más gente bajaba de la veranda del hotel y se dirigía presurosamente a reunirse con la multitud que se agolpaba al borde del agua. Los hombres llevaban esos horribles pantalones cortos que llamaban «bermudas» y que llegan hasta las rodillas y sus camisas resultaban biliosas de tanto rosa, naranja y otros colores discordantes como había en ellas. Las mujeres tenían mejor gusto y en su mayoría llevaban bonitos vestidos de algodón. Casi todo el mundo sostenía una copa en la mano.
Recogí mi propia copa y bajé del balcón a la playa. Di un pequeño rodeo para evitar el cocotero debajo del cual se suponía que mister Wasserman había hallado la muerte y crucé la hermosa arena plateada para reunirme con la multitud.
Pero no era una redada de peces lo que la gente estaba contemplando. Era una tortuga tumbada panza arriba sobre la arena. ¡Pero qué tortuga! Era gigantesca, un verdadero mamut. Nunca había creído posible que una tortuga pudiese ser tan enorme. ¿Cómo puedo describir su tamaño? Creo que, de no haber estado panza arriba, un hombre alto habría podido sentarse sobre su caparazón sin que sus pies tocaran el suelo. Tendría quizás un metro cincuenta de largo y un metro veinte de ancho, con un caparazón alto y abovedado de gran belleza.
El pescador que la capturara la había tumbado de panza arriba para que no pudiera escapar. Había también una gruesa soga atada alrededor del caparazón y un pescador orgulloso, delgado, negro y sin más vestimenta que un pequeño taparrabo se encontraba a poca distancia del animal, sujetando el extremo de la soga con ambas manos.
De panza arriba yacía aquella magnífica criatura, con sus cuatro gruesas patas agitándose frenéticamente en el aire y su cuello largo y arrugado sobresaliendo considerablemente del caparazón. En el extremo de las patas tenía unas garras grandes y afiladas.
—¡Apártense, por favor, damas y caballeros! —exclamó el pescador—. ¡Apártense! ¡Las garras son peligrosas! ¡Pueden arrancarles un brazo!
La multitud de huéspedes del hotel se mostraba excitada y a la vez encantada ante aquel espectáculo. Una docena de cámaras enfocaba el animal disparando sin cesar. Muchas mujeres soltaban grititos de placer y se aferraban al brazo de sus hombres, mientras que éstos demostraban su ausencia de temor y su masculinidad haciendo comentarios estúpidos en voz alta.
—Bonito par de gafas con montura de concha te harías con ese caparazón, ¿eh, Al?
—¡La muy condenada debe de pesar más de una tonelada!
—¿Pretendes decirme que realmente puede flotar?
—Claro que flota. Y es una estupenda nadadora, además. Capaz de tirar fácilmente de una barca.
—Es mordedora, ¿verdad?
—Esa no es de las que muerden. Las tortugas mordedoras no son tan grandes como ésa. Pero de una cosa puedes estar seguro: te arrancará la mano de un mordisco si te acercas demasiado.
—¿De veras haría eso? —preguntó una de las mujeres al pescador—. ¿Le arrancaría la mano a una persona?
—Ahora mismo —dijo el pescador, sonriendo con sus dientes blanquísimos—. No le hará ningún daño cuando esté en el océano, pero si la captura, la arrastra a la playa y la coloca panza arriba, ¡entonces hay que andarse con cuidado! ¡Morderá cualquier cosa que se ponga a su alcance!
—Supongo que a mí también me entraran ganas de dar mordiscos —dijo la mujer— si me encontrase en esta situación.
Un idiota acababa de encontrar un tablón que el agua había arrojado a la playa y se acercaba con él a la tortuga. Era un tablón bastante grande, de alrededor de un metro cincuenta de largo y quizá dos centímetros y medio de grueso. Con la punta del mismo empezó a tascar la cabeza de la tortuga.
—Yo no haría eso —dijo el pescador—. Sólo conseguirá enfurecerla más.
Cuando el extremo del tablón tocó el cuello de la tortuga, ésta volvió rápidamente su cabezota, abrió la boca y, ¡zas!, cogió el tablón y lo atravesó con sus dientes como si fuera un pedazo de queso.
—¡Atiza! —gritaron los espectadores—. ¿Habéis visto? ¡Me alegro de que no fuera mi brazo!
—Déjenla en paz —dijo el pescador—. No es conveniente excitarla.
Un hombre barrigudo, de muslos gruesos y piernas muy cortas se acercó al pescador y dijo:
—Escuche, buen hombre. Quiero ese caparazón. Se lo compro —y dirigiéndose a su regordeta esposa, añadió—: ¿Sabes qué voy a hacer, Mildred? Me llevaré ese caparazón a casa y haré que un experto le saque brillo. ¡Luego lo instalaré en el centro mismo de nuestra salita de estar! ¿Verdad que quedará bonito?
—Fantástico —dijo la esposa regordeta—. Adelante, cómpralo, querido.
—No te preocupes —dijo él—. Ya es mío —y volviéndose al pescador, dijo—: ¿Cuánto pide por el caparazón?
—Ya la he vendido —dijo el pescador—. La he vendido con caparazón y todo.
—No tan aprisa, buen hombre —dijo el hombre barrigudo—. Yo le pagaré más. Vamos. ¿Cuánto le han ofrecido?
—No hay nada que hacer —contestó el pescador—. Ya la he vendido.
—¿A quién? —preguntó el hombre barrigudo.
—Al director.
—¿Qué director?
—El director del hotel.
—¿Lo han oído? —gritó otro hombre—. ¡La ha vendido al director de nuestro hotel! ¿Y saben qué significa eso? ¡Significa sopa de tortuga! ¡Eso es lo que significa!
—¡Tiene mucha razón! ¡Y bistec de tortuga! ¿Alguna vez has comido filete de tortuga, Bill?
—Nunca, Jack. Pero ardo en deseos de probarlo.
—Un filete de tortuga es mejor que uno de buey si lo cocinas como es debido. Es más tierno y tiene mucho más sabor.
—Oiga —dijo el hombre barrigudo, dirigiéndose al pescador—. No trato de comprar la carne. El director puede quedársela. Puede quedarse con todo lo que haya dentro incluyendo los dientes y las uñas. Lo único que quiero es el caparazón.
—Y si te conozco bien, querido —dijo su esposa, sonriéndole de oreja a oreja—, tuyo será el caparazón.
Permanecí allí de pie, escuchando la conversación de aquellos seres humanos. Hablaban de la destrucción, el consumo y el sabor de una criatura que, incluso estando panza arriba, parecía extraordinariamente digna. Una cosa era segura. Era de mayor edad que ellos. Probablemente se había pasado ciento cincuenta años surcando las verdes aguas de las Indias Occidentales. En ellas estaba ya cuando George Washington era presidente de los Estados Unidos y Napoleón recibía una buena paliza en Waterloo. Por aquel entonces debía de ser una tortuga pequeña, pero no había la menor duda de que ya estaba allí.
Y ahora estaba aquí, tumbada de espaldas sobre la arena, esperando el momento de ser sacrificada y convertida en sopa y filetes. Era evidente que la alarmaban el ruido y los gritos que se oían a su alrededor. Alargaba el cuello viejo y arrugado y su cabezota se volvía a un lado y a otro como si buscase a alguien capaz de explicarle el motivo de tantos malos tratos.
—¿Cómo la llevará hasta el hotel? —preguntó el hombre barrigudo.
—Arrastrándola por la playa con la soga —repuso el pescador—. El personal del hotel vendrá pronto a llevársela. Harán falta diez hombres y que todos tiren a la vez.
—¡Escuchen! —exclamó un joven musculoso—. ¿Por qué no la arrastramos nosotros? —el joven musculoso llevaba unos «bermudas» color magenta y verde guisante e iba sin camisa. Su pecho era excepcionalmente peludo y saltaba a la vista que la ausencia de camisa era un detalle premeditado—. ¿Qué les parece si trabajamos un poco para ganarnos la cena? —dijo, moviendo los músculos—. ¡Vamos, amigos! ¿Quién quiere hacer un poco de ejercicio?
—¡Magnífica idea! —gritaron los demás—. ¡Un plan espléndido!
Los hombres entregaron sus copas a las mujeres y corrieron a coger la soga. Se colocaron al lado de ella como si se dispusieran a practicar el juego de la cuerda, y el joven del pecho peludo se nombró a sí mismo capitán del equipo.
—¡Vamos, muchachos! —gritó—. Cuando diga «¡ahora!» todos a tirar a la vez, ¿entendido?
Aquello no pareció hacerle mucha gracia al pescador.
—Es mejor que ese trabajo lo dejen para los del hotel —dijo.
—¡Tonterías! —gritó el del pecho peludo—. ¡Ahora, muchachos, ahora!
Tiraron todos. La gigantesca tortuga se tambaleó sobre su espalda y estuvo a punto de volcar.
—¡Que no vuelque! —chilló el pescador—. ¡Harán que vuelque si tiran así! Y si vuelve a quedar patas abajo, pueden estar seguros de que se escapará.
—Cálmese, buen hombre —dijo el del pecho peludo con aire de protección—. ¿Cómo quiere que se escape? La tenemos atada con una soga, ¿no es así?
—Si le dan la oportunidad, ¡los arrastrará a todos! —exclamó el pescador—. ¡Los arrastrará hasta el océano! ¡A todos!
—¡Ahora! —gritó el del pecho peludo, haciendo caso omiso del pescador—. ¡Ahora, muchachos, ahora!
Y la gigantesca tortuga empezó a deslizarse muy lentamente playa arriba, hacia el hotel, hacia la cocina, hacia el lugar donde se guardaban los cuchillos grandes. Las mujeres y los hombres más viejos, más gordos y menos atléticos siguieron a la comitiva jaleando a los que tiraban de la soga.
—¡Ahora! —gritó el peludo capitán del equipo—. ¡Ánimo, muchachos! ¡Más fuerte todavía!
De repente oí gritos. Todo el mundo los oyó. Eran unos gritos tan agudos, tan estridentes y tan apremiantes que se impusieron a los demás ruidos.
—¡No-o-o-o-o! —decían los gritos—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!
La multitud se quedó helada. Los hombres que tiraban de la soga dejaron de tirar y los mirones dejaron de gritar mientras todos los presentes se volvían hacia el lugar de donde venían los gritos.
Medio caminando, medio corriendo, bajaban por la playa, procedentes del hotel, tres personas: un hombre, una mujer y un chico. Medio corrían porque el chico tiraba del hombre. El hombre tenía al chico cogido por la muñeca y trataba de hacerle aflojar el paso, pero el pequeño seguía tirando. Al mismo tiempo daba botes, se retorcía y trataba de librarse de la mano del padre. Era el chico quien gritaba.