Ahí voy...
Primera historia:
A Antonio Bayo, el Ruso, le hubiera gustado probar la carne mucho antes, pero no pudo hacerlo, quizá, hasta que entró a robar por primera vez a la cantina de algún antiguo estraperlista. A menudo soñaba con chorizos, jamones, corderos, gallinas... Con el tiempo, aprendió a entrar en las cuadras, descoyuntar a la gallina más gorda en un santiamén y salir a hurtadillas antes de que nadie le viera. Después, desplumaba al pobre animal y, si no tenía aceite o cerillas, le arrancaba las tripas y se la comía cruda, todavía caliente su desdichada carne.
Un día, el Ruso robó un cordero y se echó con él al monte, a su refugio del lago. El cordero le miraba con ojitos profundos, comprensivos, conocedor de su suerte. El adolescente Ruso podía vivir varios días a pan y agua, es decir, a truchas y lagartos crudos, pero llegaba un momento en que no podía más, en que su cuerpo le pedía otro tipo de carne, si era posible asada. De manera que decidió esperar. No quería matar a aquel animal que le miraba con ojos humanos, le hacía compañía y jugaba con él. El Ruso cuenta cómo el cordero, por las noches, se acostaba junto a él, buscando su calor con los mismos movimientos que él utilizaba para abrazar al animal y engañar el frío.
Pero un día no pudo más. Llorando a moco vivo, el joven Ruso agarró un peñón y lo estampó en la cabeza del pobre Cuqui (tal nombre le había puesto al cordero), que se derrumbó de inmediato, muerto y convertido en comida. El Ruso lo despellejó y empezó a comerse su carne cruda, pues no tenía cerillas. De haberlas tenido, no lo habría matado, pues al menos hubiera podido asar las truchas y los lagartos. Justo al día siguiente, el Ruso se sorprendió a sí mismo apedreando a los maquis de la zona, al famoso Pedrón y sus hombres. El Ruso lloraba más que nunca, porque Pedrón, que era su amigo, que le había enseñado a cazar lagartos, siempre le daba aceite y cerillas. Si Pedrón hubiera aparecido unas horas antes, se decía el Ruso, Cuqui aún seguiría vivo.