Capítulo 2.– Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno
Sentóse Su Excelencia, acercóse a él el secretario de la Academia, y dijo Micromegas:
-Confesemos que es muy varia la naturaleza.
-Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores...
-¡Ah! -dijo el otro-. Dejaos de floriculturas.
-Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos...
-¡Dejad a vuestras morenas y a vuestras rubias! -interrumpió el otro.
-O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes...
-¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Decidme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en vuestro país?
-Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan.
-Lo creo -dijo Micromegas-, porque nosotros tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos muy poca cosa y que hay seres mucho más perfectos. En mis viajes he visto gentes muy inferiores a nosotros, y otras muy superiores; mas no he hallado ninguna que no tenga más deseos que necesidades y más necesidades que satisfacciones. Acaso llegue algún día a un país donde no haya necesidades, pero hasta ahora no tengo la menor noticia de semejante país.
El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos.
-¿Es muy larga vuestra vida? -preguntó el siriano.
-¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecillo de Saturno.
-Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza.
-¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en vuestra presencia al considerar lo ridículo de mi figura.
Replicóle Micromegas:
-Si no fuerais filósofo, temería desconsolaros diciéndoos que nuestra vida es setecientas veces más larga que la vuestra; pero ya sabéis que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene la materia del vuestro?
-Si os referís a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc.
-Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tenéis pocas sensaciones y goza vuestra materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol?
-Blancuzco, ceniciento -dijo el saturnino-. Al dividir uno de sus rayos, observamos que tiene siete colores.
-El nuestro tira a encarnado -dijo el siriano-, y tenemos treinta y nueve colores fundamentales. He podido estudiar muchos soles y no he hallado dos que se parezcan, de la misma manera que en nuestro planeta no se ve una cara que no se diferencie de las demás.
Tras de hablar de muchas cuestiones análogas, se informó de cuántas sustancias distintas en esencia se conocían en Saturno y se le respondió que unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son muy extensos, los que se penetran, y los que no se penetran, etc. El siriano, en cuyo planeta había trescientas, y que había descubierto en sus viajes hasta tres mil, dejó asombrado al filósofo de Saturno.
Finalmente, habiéndose comunicado mutuamente casi todo cuanto sabían, y muchas cosas que no sabían, y después de discutir por espacio de toda una revolución solar, acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico.