La arqueología de las ruinas mayas puede ofrecernos una pista del aspecto que tendrían Madrid o Nueva York con el paso de los siglos; aunque el material del que estaban hechas -piedra natural en la mayoría de los casos- es mucho más resistente que el hormigón o el acero de las casas del siglo XXI. Aún no están claras las causas del desplome de la civilización maya, ocurrido entre los años 800 y 900 antes de Cristo. La selva tropical tardó diez siglos en engullir sus estructuras, pirámides y edificios. Así que es muy posible que ésa sea la visión que ofrezcan nuestras ciudades un milenio después del abandono; edificios resquebrajados, llenos de humedad, plantas, musgos y toda suerte de curiosos moradores, especialmente los insectos.
No tendría que esperar tanto para ver cómo se derrumban algunas de las grandes obras arquitectónicas que suponen un orgullo para los ingenieros; los cálculos indican que la mayoría de los puentes colgantes de EE UU se desplomarían transcurridos apenas 300 años. Si usted pudiera dar un paseo por su ciudad, encontraría árboles creciendo dentro de casas derrumbadas, con nidos en sus copas; los lobos y coyotes patrullarían los barrios urbanos derruidos en busca de presas. Y el cielo estaría dominado por halcones y águilas.
Le asalta una pregunta: ¿qué materiales hechos por humanos podrían aguantar prácticamente intactos? Plásticos y PVC, "hasta que aparezcan microbios capaces de digerirlos", responde Weisman. Y el bronce, una aleación de metales muy resistente. En esta lista habría que añadir el vidrio convencional -los hallazgos arqueológicos indican que ya se fabricaba a orillas del Nilo hacia el año 1250 antes de Cristo- y su homólogo más sintético, la fibra de vidrio, "un material prácticamente indestructible al estar hecho de arena".
Algunas de estas sustancias perdurables con la marca humana impresa en ella no van a gustarle. Los elementos radiactivos de los misiles nucleares se liberarían a la atmósfera por culpa de la corrosión acelerada, aunque eso no sucedería hasta transcurridos 5.000 años, pero permanecerían allí mucho más tiempo... Al igual que los contaminantes y los isótopos de las centrales nucleares. El plomo exhalado por el tubo de escape de los coches y depositado en el suelo tardaría unos 35.000 años en disiparse.
Desaparecido el ser humano, ¿tenemos que presumir que el resto de los animales saldría beneficiado? Si se ha catalogado al hombre como el mayor destructor de especies -una peste planetaria para los ecologistas más extremistas-, su extinción definitiva dejaría un mundo de ganadores y perdedores. En opinión de Edward O. Wilson, biólogo de la Universidad de Harvard, los animales domésticos serían los primeros en perder la batalla, una vez evaporados sus protectores humanos. Y desde luego, los cultivos y plantas traídos por la mano humana serían "barridos de la Tierra en uno o dos siglos", según comentó Wilson a Discover.
Las primeras víctimas nos resultan muy familiares: vacas, toros, bueyes, cerdos, gallinas, cabras, ovejas... Una regresión del ganado doméstico a sus antecesores silvestres parece bastante improbable. El auroch, un toro prehistórico, fue la última forma salvaje, y se extinguió en 1627. Hoy, sus descendientes domesticados apenas tienen capacidad de defensa "Los hemos convertido en máquinas de digerir", dice Weisman; máquinas que necesitan de la protección de los pastores, las cercas, los vaqueros... Sin humanos, a los carnívoros de todo el mundo les espera un gran festín, como si antes de despedirse les hubiéramos regalado una cantidad inconcebible de filetes gratis.
No existen prácticamente lugares en la Tierra privados de la presencia humana, salvo algunas partes de la Antártida y las cimas de los tepuyes venezolanos. Se trata de montañas que se yerguen en la sabana y en la selva, formaciones de arenisca de 3.600 millones de años que a veces alcanzan más de 2.000 metros de altura, en cuyas cimas presumiblemente han vivido plantas y animales evolucionando de forma aislada. Los tepuyes son un caso excepcional, y algunos nunca han sido hollados por el hombre. Sin embargo, no buscamos una naturaleza primigenia; el experimento consiste en observar si un ecosistema que contuvo seres humanos puede retornar a ser lo que fue.
Uno de ellos es una franja desmilitarizada de terreno de 250 kilómetros de largo por cuatro kilómetros de ancho, que separa las dos Coreas. Fue instaurada en 1953 después de la guerra, y durante más de medio siglo ha permanecido libre de influencia humana, quedando prohibidas las incursiones por ambos ejércitos. Desde el espacio, la zona (conocida en sus siglas inglesas como DMZ) ofrece una visión imponente; al este, el terreno montañoso está forrado de una densa jungla, mientras que en la parte más occidental, los ríos se retuercen en una red compleja formando deltas y marismas.
Técnicamente, después de la firma del armisticio, la zona DMZ sigue estando en guerra ?vigilada por dos millones de soldados? y, paradójicamente, se ha convertido en un paraíso. Se calcula que 20.000 especies de aves migratorias acuden allí a refugiarse; acuden osos y leopardos amur (prácticamente desaparecidos) e incluso se piensa que existen tigres tibetanos, oficialmente extinguidos en Corea. Lo irónico del caso es que si los dos países firmasen la paz, se abriría la puerta a la agricultura y al asentamiento por parte de los coreanos, lo que significaría el fin de este curioso Shangri-La. Aunque es una franja privilegiada, la presión humana a ambos lados sigue al acecho. En un mundo sin personas, de acuerdo con Wilson, depredadores como el leopardo amur y el propio tigre tibetano conocerían una libertad que no sería posible de otra forma, expandiéndose a otros lugares desde este paraíso-prisión llamado DMZ.
Los caballos, de acuerdo con Weisman, sí podrían sobrevivir. Proceden de América del Norte y se extendieron posteriormente a Europa y Asia. La llegada del hombre al continente americano supuso su extinción en estas tierras, pero sus homólogos fueron domesticados posteriormente por los europeos. El caballo fue reintroducido en América con la llegada de los primeros colonizadores españoles. Lo que se ha observado es que, a pesar de su domesticación, estos animales pueden adaptarse fácilmente a la vida salvaje (en Asia ya existen en estado silvestre). Un destino parecido podrían seguir los burros. Los perros, sin embargo, encontrarían una fuerte competición en este mundo pos-humano por parte de los coyotes y los lobos, y aunque no hay que descartar futuros híbridos y cruzamientos, su futuro es incierto. Los gatos, sin embargo, no han sido domesticados completamente. "Incluso con el estómago lleno, comienzan a cazar de inmediato". Su instinto les permitiría convertirse en formidables competidores de zorrillos y otros pequeños carnívoros.
Entre los perdedores, dos sorpresas: las cucarachas y las ratas. Para las primeras, el clima es un elemento que puede decantar la balanza hacia un lado o hacia otro. Si usted vivía en una ciudad de un clima relativamente frío, como Nueva York, Londres o Estocolmo, los edificios, sin electricidad ni calefacción, dejarán inermes a las cucarachas, que serán pasto fácil para otros depredadores. En otras ciudades de clima más cálido y tropical, la historia podría reescribirse de forma completamente distinta. En cuanto a las ratas, las que infectan las ciudades norteamericanas ?las ratas noruegas? vinieron transportadas por los colonos, y prácticamente viven de las sobras que la sociedad humana les deja. En un mundo donde la basura terminará por desaparecer, las ratas podrían ser pasto fácil de aves rapaces, lobos y coyotes. "Pueden esconderse en las alcantarillas, pero si no hay seres humanos no habrá comida y tendrán que subir a la superficie", dice Weisman. En cuanto a las ratas de campo, se ha comprobado que actualmente compiten con bastante éxito contra sus homólogas urbanas. Sin personas, es probable que encuentren su propio camino.