Os dejo aquí un pequeño fragmento de algo que estoy escribiendo muy muy muy lentamente. Se trata de mis recuerdos de los dos años en los que yo, chica de ciudad, viví en el bosque, con la perspectiva de veinticuatro años después:
Los cerdos son animales limpios. Los marranos somos nosotros, los que les obligamos a vivir en una pocilga donde apenas pueden dar dos pasos, para que ahí coman, duerman y hagan sus necesidades y a la que limpiamos una vez a la semana. Aún así, ellos se las arreglan para no ensuciar el cada vez más pequeño rincón donde van a dormir.
En mi casita de la montaña tuve dos cerdos. Cuando les conocí apenas tenían un par de meses y eran graciosísimos con sus pestañas rubias, tan humanas, siempre teniendo algo que decir cuando te acercabas a ellos. Me gustaba limpiarles la nariz de tierra y darles un beso en ese botón. A ellos también les gustaba. De tanto en tanto me acercaba a rascarles el lomo, primero a uno y luego al otro. El cerdo que no estaba siendo rascado se quedaba mirando e imaginaba el disfrute de su hermano mientras esperaba su turno. Se amodorraba con lo que imaginaba, de puro goce, y siempre acababa quedándose dormido, cayendo al suelo y asustándose por ello. Cuando cambiaba de cerdo, al otro le pasaba exactamente lo mismo.
En cambio el cerdo de la casa de al lado era muy gruñón y mordía. Supongo que al pobre nunca le habían rascado.
Cuando mis dos cerdos crecieron un poquito empecé dejarles pastar libres todo el día por el jardín. Eran responsables y nunca se marchaban a otro lugar, sabían cual era nuestro territorio. Pero un día no les encontré. Ni estaban por el jardín, ni por el camino. Mi primer pensamiento fue que se habían adentrado en el bosque (donde no iban a sobrevivir a tanto animal salvaje) pero algo me hizo negarme a creerlo y salir a buscarles camino abajo, por entre las casas de los vecinos.
Al cabo de un kilómetro más o menos había un pasto de hierba alta y me pareció, desde lejos, que algo se movía por ahí dentro. Les llamé por sus nombres y, de pronto, dos pares de orejotas rosadas asomaron entre la hierba. Volví a llamarles y las orejotas vinieron al trote hacia mí. Al alcanzarme redujeron la velocidad y empezaron el camino de regreso a casa, por delante de mí, como quien sabe el camino y lo que corresponde hacer. Y no llevaba yo ningún palo en la mano, ni hacía nada de lo que se suele hacer para guiar animales, ellos ya sabían.
Llegaron a casa antes que yo (impacientes por recibir la cena) y me esperaron alineaditos delante de la pía, hablando, como siempre. Supongo que me estaban metiendo prisa.
Desde ese día siempre tuve que ir a buscarles a ese pasto, ya nunca se quedaron quietos en casa. La única variación de la secuencia fue que ya no tenía que acercarme tanto a ellos y sólo tenía que llamarles una vez para que las orejotas trotaran hacia mí.
Su final fue el de cualquier cerdo, no pude impedirlo, por muchas súplicas y lágrimas que empleara. Pero al menos yo no me los comí. Durante los meses que siguieron a la matanza apenas comí algo de carne, siempre comprada del supermercado.
Y sólo ahora pienso que comía carne de cerdos a los que nadie había rascado nunca.