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Ver la versión completa : [Relato] La Sangre de las Bailarinas



dso
28-ago-2012, 20:18
Tenía muchas ganas de escribir este relato.

Espero que nadie se sienta ofendido. Quiero dejar claro que estoy en contra de cualquier tipo de acto que conlleve la tortura o el sufrimiento de un ser sensible, y que alguien capaz de matar a alguien a sangre fría es un psicópata peligroso que no debería andar libre por la calle.

Que quede claro, que no quiero malentendidos.


El relato completo, aquí
http://relatosymentiras.blogspot.com.es/2012/08/la-sangre-de-las-bailarinas.html

No sé si colgarlo entero en varios post... Es que a lo mejor resulta un rollo. :?

dso, pidiendo el comodín del público



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—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Cristo con una cierta angustia—. Nunca había golpeado así a nadie.

—Eso es mentira —respondió Frank—. Hace poco golpeaste en la cabeza a un hombre y lo mataste.

Cris suspiró. Frank era un buen tipo y le estaba ayudando mucho, pero no terminaba de caerle bien. Siempre estaba sacando punta a todo lo que decía, como si él tampoco se encontrara muy a gusto en la presencia de Cristóbal. Ninguno de los dos tenía elección, de todos modos. La mente de Cris había hecho aparecer a Frank Castle en un momento en el que sus conocimientos eran necesarios, y no se marcharía hasta asegurarse de que todo había terminado. Cris, aunque era consciente de que no eran reales, no controlaba esas visiones que le imponía su mente enferma. Cuanto antes terminara con todo el asunto, antes desaparecería Frank.

—Me refería, listillo—respondió finalmente—, a que nunca había golpeado a nadie con la intención de dejarlo inconsciente. Tú tendrás mucha práctica en pelearte con todo el mundo, pero para mí todo esto sigue siendo algo nuevo.

—Tú tranquilo, Cris. Sigue mis instrucciones y no te preocupes, ya verás como todo sale bien.
Frank, en el fondo, era un buen tipo. Se podían decir muchas cosas malas sobre él, pero desde luego sabía hacer su trabajo. Aunque éste no fuera legal y no estuviera demasiado claro, consistía frecuentemente en golpear a la gente, interrogarla, dispararla y sobrevivir a todo ello sin que le pillara la policía. Cris no tenía intención de disparar a nadie en aquella ocasión, pero sí había necesitado dejar inconsciente a un hombre de forma rápida y limpia. La parte más delicada había sido sorprenderlo en un lugar alejado de la vista de todo el mundo, sin testigos ni nadie que pudiera dar la voz de alarma. De momento iba saliendo todo muy bien.

El hombre emitió un gemido, lo que indicaba que, de momento al menos, seguía con vida.

—¿Ves? —dijo Frank con una sonrisa.

Cris se la devolvió, aliviado. Había golpeado al hombre en la base del cráneo con una barra de acero envuelta en un trapo de cocina. No era el arma más apropiada, pero había funcionado. Sin perder más tiempo, abrió la puerta del coche del hombre, que se encontraba al lado, y con un cierto esfuerzo le subió al asiento trasero y lo dejó allí tumbado. Era un monovolumen con las lunas traseras tintadas, lo que le venía estupendamente para que nadie le viera desde fuera. Se subió al asiento del conductor, arrancó el motor, colocó el asiento y los retrovisores, y, justo antes de marcharse, Castle le puso la mano en el hombro.

—¿No te olvidas de algo, Cris?

Cristobal miró al hombre grande y fuerte que se había sentado en el asiento del copiloto. Hizo un gesto de extrañeza con los hombros, indicando que no sabía a lo que se refería. Frank señaló al hombre tumbado en el asiento trasero.

—Deberías atarlo y amordazarlo, por si se despierta a medio camino. También deberías vendar la herida de la cabeza, para que no deje el asiento perdido de sangre.

—¿Para que la policía no sepa que ha estado aquí tumbado?

—Porque va a estropear la tapicería.

Cris sonrió, hizo un apaño rápido como le sugería Frank, y salió pitando de allí. Tampoco convenía tentar demasiado a la suerte.

Condujo con cuidado, sin saltarse los semáforos ni exceder el límite de velocidad. No le importaba hablar con Frank porque, aunque nadie más podía verlo, dentro del coche daba la sensación de que estaba hablando por el manos libres.

—La tecnología es maravillosa, Frank —dijo—, gracias a los teléfonos móviles no parece que esté más loco que los demás, ¿verdad?

—Nunca he dicho que lo estuvieras. Cruce. Semáforo en ámbar, frena.

—Sí, ya lo sé. Nadie lo dice nunca, excepto yo —Cris hizo una mueca y frunció el ceño—. Pero ¿sabes una cosa? Cuando el mundo enloquece a tu alrededor, cuando todo parece que va a hundirse… Permanecer cuerdo es una falta de respeto hacia el mundo, un acto hipócrita. Vivo en un mundo de mierda. ¿Por qué no actuar en consecuencia?

Frank guardó silencio. Nunca respondía cuando Cristo se ponía serio y hablaba sobre su locura, no tenía nada que decir y no era su labor aconsejarle en ese sentido. Frank era un hombre de acción. Vivía a través de la mente de Cristóbal, hacía posibles esos momentos intensos de fuerza y enfrentamiento, aportaba cordura al mundo de los hombres. No tenía nada que decir hasta que llegaran a su destino y ataran al pasajero de la parte de atrás a una silla.

Condujo en silencio durante un rato más, salieron del centro, dejaron atrás las luces de los barrios periféricos y se metieron en un polígono industrial a medio construir. La mitad de las naves se encontraban vacías, abandonadas, algunas de ellas sin haberse llegado a ocupar nunca. Cris metió el vehículo en una de ellas. La había inspeccionado ese mismo día por la mañana de forma discreta, y sabía que tenía una pequeña habitación medio amueblada lejos de la entrada. Paró el motor, bajó del coche y abrió la puerta de atrás. El pasajero no se movía.

—Está consciente —dijo Frank— pero lo disimula porque tiene miedo. Hace bien, ¿verdad? Comprueba las cuerdas antes de bajarlo, no sea que te dé guerra.

Cris comprobó que, efectivamente, el hombre se encontraba consciente, pero las ataduras estaban bien prietas y no podía zafarse. Medio lo sacó, medio lo empujó fuera del coche, mientras el hombre se debatía e intentaba gritar a través de la mordaza.

—Bueno, pues a ello —dijo Cris con ánimo—, que no tenemos todo el día.

Sin ningún miramiento, agarró al hombre por una pierna y lo arrastró varios metros hasta la habitación medio amueblada. Lo levantó y lo sentó en una silla vieja de madera.

—Ahora voy a atarte bien fuerte a la silla —dijo— y, si no me das problemas mientras lo hago, te quitaré la mordaza y te prometo que no te ocurrirá nada malo, ¿de acuerdo?

El hombre asintió con rapidez. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba muy rápido, con dificultad, como si el aire no terminara de llegarle a los pulmones. Cristóbal lo ató a la silla dando varias vueltas con una cuerda alrededor de su pecho, y también ató las piernas a las patas traseras. Frank, desde detrás de la silla, supervisaba la operación. No le soltó las manos en ningún momento.

—Y ahora, como soy un hombre de palabra, te voy a quitar la mordaza.

El hombre respiró con fuerza y tosió varias veces.

—¡Por Dios! —dijo— ¡He estado a punto de asfixiarme! ¡Maldito loco! No tienes ni idea…

—Ah, ah. La primera norma del buen cautivo es no insultar a quien tiene el poder —interrumpió Cris—, y menos si ya ha demostrado que tu bienestar no es una prioridad.

El hombre palideció ligeramente. Había miedo en sus ojos, pero también algo más, una chispa de arrogancia y rebeldía.

—Tú… No sabes quién soy, ¿verdad? ¿Es que no me reconoces, hombre?

Cristóbal miró fijamente al hombre, con calma, fijándose bien, y una sonrisa se dibujó en su rostro.

—¡Oh, no puede ser! Eres… eres el cantante, coño, el compositor.

—¡Sí, sí! Vamos, ya sabes, hombre, ¿por qué me haces esto? Vamos, suéltame, y yo…

—¿Y tú qué harás? —dijo Cris interrumpiendo de nuevo— ¿Me pagarás mucho dinero? ¿Me invitarás a tu próximo cumpleaños? ¿O quizá me dedicarás una canción?

El hombre miró fijamente a Cristóbal sin comprender.

—Pero yo… ¿qué te he hecho? Salía de la plaza, iba hacia mi coche y tú me has atacado sin… sin…

—Sin mediar palabra. ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡Sin que yo te haya provocado!

Cristóbal le miró fijamente, sin pestañear. Se dirigió hasta el coche y sacó una barra de acero del maletero, una capa para el agua, unas botas altas y unos guantes. En silencio, comenzó a vestirse con todo ello. El hombre veía su futuro cada vez peor, más doloroso, y mucho más corto.

—De verdad, yo… No sé qué he podido hacer para que me tengas tanto odio, yo… No te he hecho nada.

Cris siguió a lo suyo. Ya se había atado las botas, que eran de plástico, y estaba encintando la capa de agua para que le cubriera bien todo el cuerpo.

—¿Te envía alguien? ¿Cuánto te pagan? Sea lo que sea yo te doy el doble, ¡el doble! Lo que quieras, yo… te daré lo que me pidas.

Cris había terminado de prepararse. En la cabeza no se había puesto nada. Se dirigió hacia el hombre dejando que la barra de acero resbalase por el suelo. Hacía un ruido irritante, como de uñas rascando una pizarra.

—Te voy a contar una historia. Se trata de la vida de una bailarina de Creta cuyo nombre no recuerda nadie y que te va a ayudar a entender de qué va todo esto. Es importante que comprendas, es importante porque… Porque creo que nadie debería pasar por lo que vas a pasar tú sin saber la razón. Esa es una de las razones por las que estás aquí atado, porque nadie debería sufrir daño y permanecer en la ignorancia —Cristo se sentó en el suelo y bajó la voz—. Así que ésta es la historia de Dayasa, la bailarina. Te va a gustar, ya verás.