Cotorra
23-jul-2011, 09:34
Carlos de Hita
La atmósfera sonora de una pequeña charca, un desbordamiento en una acequia, está formada por la suma de varios rumores: el rumor del agua, el del roce del viento en los juncos, el de los anfibios y el rumor de los insectos. En un microcosmos, un hábitat en miniatura de apenas unos palmos de agua y fango, todo suena cerrado, concreto. La actividad crece a la caída de una larga tarde de verano.
Cerca, en unas zarzas, reclama un ruiseñor, un silbido seguido de un carraspeo, irreconocible para quien solo conozca su canto. A la vez, un zarcero reclama con un gruñido de alerta; parece enfadado.
En las orillas, las abejas apuran las últimas luces del día, y un zumbido continuo cubre los campos de flores.
Un crujido, como de celofán arrugado, pasa de largo: una libélula se desplaza sobre la lámina de agua haciendo crepitar sus dos pares de largas alas.
Llega la hora de los anfibios. Encaramada a un junco, verde contra un fondo verde, croa una ranita de san antón.
El tiempo pasa deprisa. A primera hora de la noche la luna aún no ha salido, pero una luz muy tenue ilumina la escena. Aunque, quizá, iluminar sea mucho decir. Varios puntos de luz fría, verde fosforescente, proyectan un halo de luz a unos centímetros de distancia, hacia las hierbas. Las hembras de las luciérnagas encienden sus candiles en los segmentos finales del abdomen y la charca se ilumina con luz de cabaret.
Al resplandor de estos minúsculos reflectores la vida bulle. En el agua y el barro las ranas son un estrépito. Hasta la misma orilla se acercan las estridencias de los grillos.
En la arboleda que rodea la charca un cárabo, seguramente un joven nacido esta primavera, grita alarmado.
Y todo esto pasa cada noche a la luz de las luciérnagas y contra el suave tintineo del ganado.
http://www.elmundo.es/especiales/2008/05/ciencia/sonido_naturaleza/sonidos_22_07_2011.html
La atmósfera sonora de una pequeña charca, un desbordamiento en una acequia, está formada por la suma de varios rumores: el rumor del agua, el del roce del viento en los juncos, el de los anfibios y el rumor de los insectos. En un microcosmos, un hábitat en miniatura de apenas unos palmos de agua y fango, todo suena cerrado, concreto. La actividad crece a la caída de una larga tarde de verano.
Cerca, en unas zarzas, reclama un ruiseñor, un silbido seguido de un carraspeo, irreconocible para quien solo conozca su canto. A la vez, un zarcero reclama con un gruñido de alerta; parece enfadado.
En las orillas, las abejas apuran las últimas luces del día, y un zumbido continuo cubre los campos de flores.
Un crujido, como de celofán arrugado, pasa de largo: una libélula se desplaza sobre la lámina de agua haciendo crepitar sus dos pares de largas alas.
Llega la hora de los anfibios. Encaramada a un junco, verde contra un fondo verde, croa una ranita de san antón.
El tiempo pasa deprisa. A primera hora de la noche la luna aún no ha salido, pero una luz muy tenue ilumina la escena. Aunque, quizá, iluminar sea mucho decir. Varios puntos de luz fría, verde fosforescente, proyectan un halo de luz a unos centímetros de distancia, hacia las hierbas. Las hembras de las luciérnagas encienden sus candiles en los segmentos finales del abdomen y la charca se ilumina con luz de cabaret.
Al resplandor de estos minúsculos reflectores la vida bulle. En el agua y el barro las ranas son un estrépito. Hasta la misma orilla se acercan las estridencias de los grillos.
En la arboleda que rodea la charca un cárabo, seguramente un joven nacido esta primavera, grita alarmado.
Y todo esto pasa cada noche a la luz de las luciérnagas y contra el suave tintineo del ganado.
http://www.elmundo.es/especiales/2008/05/ciencia/sonido_naturaleza/sonidos_22_07_2011.html